29/4/2021
Las ambigüedades de la víctima: tentación y mal sufrido
Juan Pablo Martínez Martínez
¿Cómo aceptar el mal que uno sufre? Reflexiones fenomenológicas en torno a la experiencia de la víctima y su relación con el mal sufrido.

¿Cómo aceptar el mal que uno sufre?, ¿cómo hacer de él algo que no destruya, sino que afiance el sentido de la propia vida? Y ¿en qué sentido el mal ajeno podría favorecer la entrada en posesión del ser propio, de aquel ser que cada uno es?

El mal ajeno que uno recibe siempre acontece como resultado de una apropiación impropia[1] del propio ser (el de aquel que realiza el mal) que tiende a disolver la entrada en posesión de este en una especie de impersonalidad vacía y vacua.  En este sentido, el mal tiene lugar por el ejercicio de una fría intencionalidad que da por supuesto que las cosas se dan en presente sin llegar a captar, aprehender afectivamente el cómo de su mostración, esto es, aquello que las trae a la presencia. De otra manera, la condición de posibilidad de su mostración efectiva.

Que el que realice el mal considere que las cosas se dan lleva consigo en el decir propio una forma de hablar tendente a considerar las cosas no en y desde su mostración real, sino entregadas a ellas mismas, como si de por sí resultaran presentes. Por eso, al reflexionar sobre su propio mal, no puede verlo sino de manera objetiva. Y, de este modo, no llega a reconocer lo que realmente ha acontecido, pues al preguntar a su mal objetivo este no responde con el acontecimiento de su presencia, sino que queda ahí, como algo de lo que puede pasarse de largo, pues su sentido queda reducido a lo que hay, o, mejor dicho,a lo que se ha dado, pero según esa manera de darse en la cual resulta ya irrelevante lo que se dio. Esto es, no es tan importante ya ni lo que pasó ni cómo pasó. Es más, si se llega a analizar del todo, se puede observar que ese supuesto mal en el acontecimiento de su presencia impersonal fue fruto de la infeliz casualidad, de una mezcla de malentendidos en los que ni siquiera el agresor era consciente de lo que realmente estaba haciendo, a saber, un daño[2]. De este modo, el verdadero mal sería fruto de una ignorancia, esto es, de una falta de autenticidad, de una relación no asumida con lo que uno o está llamado a ser.

Pero ante esta explicación del mal ajeno cometido por el agresor, ¿no queda algo disuelto en el que ha sufrido ese mal? Quizás su propio sufrimiento y las vicisitudes del mismo. Pero ¿cómo las tesis acerca de la banalidad del mal,entendida esta en el sentido de entrada en posesión impropia del ser por parte del agresor, pueden servir para dar cuenta del mal sufrido por el inocente, por la víctima? Es más, ¿qué acontece en ella cuando recibe semejante forma de mal y este no es reconocido, sino simplemente explicado como una muestra de inautenticidad?

La primera reacción suele ser la de intentar negar aquello que ocurrió. No puede estar ya presente. Su presencia se suele asociar a aquel que hizo que apareciera, pero su aparecer (a pesar de ser este personal) se entiende de forma objetiva. Así, la presencia del mal ajeno se considera también desde la perspectiva de la objetividad y su presencia sangrante reclama su eliminación mediante un acto de venganza, de disolución de lo acontecido por medio de su negación, como si esa negación pudiera por sí misma eliminar lo ocurrido. De esta manera, la víctima afectada por el mal queda contagiada por la impersonalidad, objetividad de este, que se muestra ya en el horizonte no de una relación interpersonal, sino de una relación entre sujetos (-objetos) a los que se añaden aspectos (accidentes) cuya presencia (el de estos últimos) puede ser erradicada por un acto de venganza, esto es, un acto del pensamiento y de la voluntad que sirvan para eliminar la presencia desquiciante del mal en la propia vida. ¿No adolece de este espíritu vengativo gran parte de la metafísica occidental?

Cuando Santo Tomás pronuncia aquel: “Si el mal existe, entonces Dios existe”, ¿está pensando realmente en lo que acontece con la presencia del mal en el mundo?,¿está pensando en la condición de las víctimas al oír esta frase que no puede resultar sino escandalosa? Es más, ¿no son esta misma locución (e incluso otras que podemos encontrar en las distintas teodiceas) formas de expresión del espíritu de venganza, del resentimiento, de no aceptar el pasado maligno que tuvo lugar y cuya presencia ha de ser desvelada en su última posibilidad y  de alguna manera, sea esta la que sea?

El pasado ha de ser captado afectivamente en su condición de posibilidad última y su erradicación por medio de la venganza contribuye a ocultar esa captación en una suerte de olvido que ni acepta lo ocurrido ni lo recibe realmente. Se deja de hablar de lo ocurrido, y se sigue pensando sobre las cosas como si estas se siguieran dando a pesar de todo. Por tanto, la máxima expresión de la venganza frente al mal no es la consecución de un acto violento, sino el intento de olvido del mismo mediante su negación, como si ésta (la negación) pudiera disolver el mal en su condición de posibilidad última.

Ahora bien, el resentimiento, aunque sea la primera reacción frente al mal ajeno, y pueda contribuir a que el espíritu se retuerza sobre sí, no constituye la última respuesta a la presencia y acción del mal. El carácter inasumible de lo que ocurrió puede provocar en el hombre un vuelco, una especie de salto por medio del cual el sujeto trate de ir hacia lo que fue, pero no con la intención de eliminarlo, sino de profundizar en esa inaprensibilidad de lo acontecido. De esta manera, lo que fue, lo que le ocurrió a la víctima,  pasa a estar proyectado. Esto es,  se contempla no en su carácter presente(presente para la memoria en el pasado que fue), sino en su condición de acontecimiento, esto es, como posibilidad imposible que permite al sujeto entrar en posesión auténtica[3] del propio ser. Posibilidad imposible, dado que se trata de un hecho no previsible,que provoca que las posibilidades presentes se transformen y adquieran nuevas tonalidades, sobre todo, afectivas.

Dentro de estas posibilidades, la experiencia del mal ajeno activa en la víctima el sentimiento de angustia, consistente en estar volcado, a vueltas con el propio ser, sin poder dejar de sentir en todas las partes de este su posibilidad proyectante que de alguna manera tiende hacia la nada, hacia la experiencia del sin sentido, ya que no hay posibilidad de salir del propio proyectarse una vez que se ha optado por el salto, del cual ha sido ocasión la experiencia del mal ajeno. Esta experiencia del sin sentido apunta a la condición última de posibilidad de todo proyectarse. Sin embargo, no tiene por qué quedar encerrada en ella, sino que abre otras posibilidades. No aquellas que impliquen que el proyectarse quede superado en una especie de trascendencia anónima[4], totalmente ajena al hombre en su condición de ser arrojado, y a vueltas con su propio arrojamiento. Sino aquellas que tienen que ver más bien con la entrada en posesión auténtica del ser en y desde el seno de la propia proyección, una proyección, por otra parte,que no tiende a la mostración objetiva, sino que clama, grita en el desierto, aunque, como decía Nietzsche, el desierto crezca.

El grito es la expresión del sentimiento de angustia, y no consiste siempre en una muestra de desesperación, sino que en determinados acontecimientos y determinadas ocasiones constituye el verdadero modo de expresar que uno se halla a vueltas con el propio ser y-por qué no decirlo- a tientas con el mismo.

En el fondo de la experiencia de todo proyectarse contemplado en su despliegue, sobre todo, con motivo de la experiencia del mal ajeno, reside aquella tonalidad afectiva que Heidegger define como angustia, pero que Henry define como dolor, esto es, incapacidad para escapar al abrazo del ser, a saber, como experiencia de donación, de gracia. Ambos, sin embargo, quedan aunados, aunque hablen en y desde apareceres distintos, en la ambigüedad de la tentación. La proyección en su despliegue, ya sea esta contemplada desde uno, esto es, como acontecimiento del propio ser a vueltas con uno mismo, ya sea contemplada como acontecimiento propio de la Vida, esto es, como algo que tiene que ver con el modo sin modo en el cual y por el cual se da la Vida al viviente, está sometida a un movimiento ambiguo que permite al sujeto o bien caer en el espíritu de venganza y el resentimiento o bien sumergirse en la ola de la Vida para así quedar disuelto y no sentir más que el dolor de no ser más que Vida y no poder dejar de serlo.

Pero hay un punto en el que los dos sentidos de proyección parecen encontrarse y este es la experiencia del sin sentido, a saber, de la incapacidad por uno mismo de poder proyectarse más allá de lo que uno es, y más teniendo en cuenta todo lo que ha ocurrido[5].  De esta incapacidad proviene la ambigüedad de lo que se siente en su condición de posibilidad última. Esto es, no es que el acontecimiento (sea este interpretado como donación o como despliegue del ser del hombre) sea ambiguo en sí, en su modo de revelación. Lo que es ambiguo o está sujeto a ambigüedad es nuestro modo de recibir el acontecimiento. De ahí que en algunas ocasiones nos percibamos a nosotros mismos como totalmente entregados a sí, y en otras ocasiones experimentemos nuestra radical dependencia respecto de la condición que nos ha dado todo el ser que somos.

Entre ambas percepciones, se mueve la experiencia del sin sentido, sin decantarse por ninguno de ellos. Cuando se decanta por uno de ellos, el hombre  ya no entra en tentación (experiencia del sinsentido), sino que cae en la tentación, tentación  de intentar considerar su ser como obra propia (recepción sin donación) o de intentar considerar su ser como algo absolutamente dado (donación sin recepción).

Sin embargo, la tentación (distinta de la caída en tentación) es otra forma de expresar la experiencia del sin sentido,es el movimiento por el cual la recepción del acontecimiento (que actúa como condición de posibilidad de todo acontecer) se vuelve misteriosa. No porque haya algo que desvelar, sino porque aquello que se prueba es la patencia de la propia relación en la que se halla inserto el ser del hombre. Esto provoca que en el ser del hombre se dé siempre una tensión, que se traduce en modos de oscilación constantes. Hasta tal punto se da esa tensión que uno ya no sabe determinar en qué estado se encuentra con respecto a sí, de tal modo que incluso en la angustia más radical, en la tensión máxima a la que el hombre es capaz de llevar su propio ser, se puede llegar a experimentar en primera persona algo de lo que significa la grandeza de ser hombre, su carácter de ser plenamente dado, dependiente de una condición que él no se ha dado a sí mismo.

Igualmente estar bajo el abrazo del ser, sin posibilidad de escapar de su modo de revelación peculiar, puede conducir a la experiencia de la angustia, como aquella experiencia de la posibilidad imposible de proyectar el propio ser más allá de uno mismo, más allá del despliegue de los éxtasis temporales. El dolor,  tal y como lo describe Henry, constituye la experiencia de la recepción de la condición que el viviente realiza.Pero dicha recepción no puede librarse de los matices angustiantes con las que esta, la Vida, parece presentarse en la vida del hombre: no poder escapar al abrazo de la Vida supone tanto como el hecho de no poder librarse uno de la propia libertad que le deja arrojado a sí, sin otra posibilidad que proyectarse.

La víctima del mal ajeno experimenta su propia condición en esta tensión peculiar en la cual estriba el acontecimiento no de la donación de la existencia, sino de la recepción de la misma. ¿Cómo? Lo veremos a continuación.

En su vida, el hombre siempre está buscando trascenderse (movimiento ambiguo de la tentación o experiencia del sin sentido), a saber, conseguir algo que le haga llegar a ser más de lo que es. Su experiencia está transida por esa tensión que introduce la experiencia de la tentación o del sinsentido. Bien sabe esto el  hombre egoísta  que en sus intentos exacerbados pretende llegar a poseer el todo de lo real, de modo que nada escape al control de su poder (expresado éste de múltiples modos y maneras).

Sin embargo, si el hombre llega a desprenderse de esta necesidad de auto-trascendencia, empezará a habérselas con el fondo de lo real. Sin embargo,el desprendimiento no es suficiente, ya que ese fondo real (la existencia de cada uno) ha quedado oscurecido por la tensión en la cual el hombre parece habérselas con su propia existencia. Es más, en este movimiento ambiguo de la tentación (estar en tensión) puede llegar a quedar  consagrada la lógica del egoísmo, a saber, de la apropiación impropia[6], que nunca puede habérselas con el fondo de lo real, de la existencia, porque está demasiado preocupada por sus propias demandas internas (o externas, si se habla con propiedad) y olvidada del propio movimiento ambiguo en el que se halla inmersa.  Así, la superficialidad (habladuría)  puede llegar a dominar el contenido de todas sus experiencias y aunque parezca estar hablando de cosas profundas, el brillo de sus palabras no es real. Sólo transmite la vaciedad de un corazón disuelto en un deseo de autoafirmación frente a todo y todos, cuya expresión no puede más que resultar superficial, y objetiva.

La superficialidad de la experiencia del egoísta toca en lo hondo el corazón de la persona injustamente tratada por él. Se convierte en ocasión, en ocasión de percibir que en su deseo (en sus intentos de perseverar en el ser propio) no hay ni un arriba, ni un abajo, ni modos privilegiados de acceso a la realidad. No hay nada. Sólo una angustia correlativa al intento del corazón de rebelarse frente a toda forma de superficialidad. La superficialidad afirma el arriba y el abajo, lo superior y lo inferior[7]. El hombre objeto de injusticia, es más paciente, sabe que no hay arriba y abajo.Su angustia o dolor, angustia o dolor frente a la superficialidad mundana del egoísta, entendida esta como apropiación impropia del ser, se lo ha revelado.

De esta manera, tributa al egoísta la única actitud posible: no la del agradecimiento, sino la del silencio. El egoísta sólo ha sido ocasión desemejante revelación, aunque a él le gustaría ser la condición. Su pretensión de usurpar el puesto de la condición, de situarse a sí mismo en el origen (peligro y tentación propio de la paternidad) le quita a sí mismo el derecho a ser intermediario en la cadena de ocasiones por las cuales acontece la transmisión del don primordial: el don de la vida o el don de la propia existencia.

A su vez, dicha pretensión, sobre todo cuando esta ha adquirido la apariencia del sistema, deja al inocente sin palabra, sin capacidad de acción, ni tampoco de defensa. En ese caso, la actitud del inocente ha de ser la de dejarse llevar a aquel lugar al cual no querría ser conducido en ningún caso. El silencio ha de acompañar cada una de sus palabras, cada una de sus acciones, cada uno de sus pensamientos, cada uno de sus sentimientos. Con él, consigue llevar a cabo la apología más dolorosa del hombre: aquella en la cual éste reconoce sinceramente que ya no hay nada a lo que agarrarse, que ya no hay cielo al que acogerse o consolarse, ni tampoco infierno. Sólo queda la nada del que calla. Llegar a amar esa nada y el modo en que esta se da devuelve al inocente su dignidad perdida. Desde ahí, desde esa experiencia del sin sentido, de la angustia afligida y orante, el inocente puede afirmar: “el camino de los impíos acabará mal” (Salmo), pues su esperanza acaba con su muerte. El egoísta sistemático (el de las apropiaciones impropias, superficial y grotesco) no ha tenido ni podrá tener nunca experiencia de la nada, trata de hacer de sus ocasiones (para hacer tanto el bien como el mal) condiciones para los demás[8]. Por esos, sus ocasiones se las lleva el viento, no quedará nada de ellas, pues no percibieron de ninguna manera que la esencia del amor es abajarse, asumir el tiempo, la tensión en la que está inserta el acontecer humano, no rechazarlo en aras de eternizarse (sea de la manera en que sea el modo en que acontece esa eternización).

En este sentido, el inocente sólo es capaz de percibirse como ocasión, no como condición aunque sea dependiente de ella. La experiencia abismática del mal le ha abierto esa posibilidad imposible, a saber: la imposibilidad absoluta o bien de autotrascenderse[9],  o bien de ser él mismo don, o bien de convertir a los demás en dones por los cuales éste crea haber asimilado la experiencia de un sentido (que no puede ser más que sin sentido).

 


[1] El hombre al relacionarse con su propia posibilidad (de ser lo que realmente es) tiende, según Heidegger,  a caer en la inautenticidad, en la no verdad,para así poder expresarse desde el ámbito de lo que SE dice.

[2] Quizá en este sentido hayan de entender se las desafortunadas tesis acerca de la banalidad del mal en Hannah Arendt.

[3] Posesión auténtica que se traduciría en la toma de conciencia del propio ser como pura posibilidad, como pura posibilidad de proyectarse, pero sin llegar a poder mostrarse “del todo”, esto es,reducido. Dicha toma de conciencia en Heidegger vendría dada en y con el sentimiento de la angustia.

[4] Recordemos cómo para Heidegger esa trascendencia viene dada en y con el mundo, único horizonte en el cual y por el cual todas las cosas se muestran como lo que son.

[5] Ya lo decía el propio Kant en su prueba protocolaria acerca del mal, en la Religión dentro de los límites de la mera razón. ¿Cómo no encontrar ejemplos  innumerables de mal en la propia experiencia?

[6] La superficialidad en el propio de considerarla relación, la propia relación que uno es capaz de establecer tanto consigo mismo como con el mundo (e incluso con lo Absoluto). .

[7] Donación absoluta de la propia condición o recepción incondicional de la misma.

[8] Incluso a la hora de contemplar su propio mal y hacer sentir culpable a la víctima por él.

[9] Mostrarse objetivamente a sí mismo.

Juan Pablo Martínez Martínez
Filósofo e Investigador Senior de Hápax
Licenciado en Filosofía por la Universidad de Navarra y Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid). Autor de los libros "Conversaciones con el diablo" (Ed. Círculo Rojo) y "El sufrimiento en la vida"(Ápeiron Ediciones).