1/1/2024
El estado actual de la investigación en las universidades occidentales
Javier María Prades López
No basta una comprensión objetivadora de la razón para fundar una adecuada comprensión de la institución universitaria o de la convivencia social

Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez

Nota: Esta entrevista constituye la transcripción de un diálogo oral

Hablamos con el doctor Javier María Prades López, rector de la Universidad Eclesiástica San Dámaso de Madrid (España) y miembro de la Comisión Teológica Internacional, acerca del estado de la investigación en las universidades occidentales, la ruptura entre saber y vida constatable en el contexto académico actual y las posibles vías a la hora de favorecer una recuperación de la sapiencialidad en el ejercicio del propio conocer.

1. ¿Cuáles son los factores que explican la escisión entre saber y vida constatable en el contexto universitario y académico actual?

Dada la amplitud de la pregunta, se puede recordar que esta división entre saber y vida, entre el conocimiento intelectual (ya sea científico, filosófico, teológico,...) y la vida de las personas, aunque tiene causas más cercanas a nosotros, trae su origen lejano del inicio de la filosofía occidental en el que, en el esfuerzo filosófico para dar cuenta de lo real, surge una distinción entre lo que es la episteme, el saber riguroso, y lo que es la doxa o la pistis, el saber no debidamente fundado, la opinión. Es comprensible esa distinción porque el pensamiento griego intenta discernir el saber verdadero y sus posibles formas, como se observa en Parménides, o en Platón o, de otra manera, en Aristóteles y esa preocupación acompaña a la filosofía de Occidente con distintos acentos desde entonces.

Se trataba de un contexto distinto al actual, pues la mayor parte de los filósofos antiguos relacionaban su conocimiento y su vida; en aquel momento no había motivo para separar ambas dimensiones. Sin embargo, esas distinciones epistemológicas son un antecedente remoto de la tendencia a caracterizar el conocimiento con unas notas que lo acabarán separando tanto de la vida del propio sujeto que conoce como de la relación del ser humano con el mundo que lo rodea.

Hay que insistir en la grandeza de Occidente a la hora de buscar una definición rigurosa del conocimiento. No obstante, esta tarea adquirirá un cariz distinto en un momento de la historia de la modernidad europea en el que se va a llegar a separar el saber de otras formas de comunicación propias de la vida social, como la creencia. Se llegará incluso a una escisión entre ambos ámbitos: por un lado, el saber estricto, tal y como lo consideran muchos pensadores modernos y, por otro, lo que tiene que ver con la experiencia vivida: creencias, estimaciones sobre el valor de vida, importancia de la libertad para la vida social, etc ..., que serían de orden no estrictamente epistémico. Este modo de definir el saber se plasmará, sobre todo, en el saber científico y hará que las cosmovisiones o valoraciones globales acerca del sentido de la existencia, que provienen de la filosofía o de la teología y que sostienen la vida de miles de millones de personas en el mundo, queden excluidas del ámbito de lo que propiamente se llama episteme.

Ese estrechamiento metodológico -como ha señalado entre otros el historiador Brad Gregory- alcanza a las ciencias humanas (Geisteswissenschaften), en su afán de hacerse semejantes a las ciencias naturales (Naturwissenschaften). Por ello adoptarán métodos estadísticos y procedimientos de verificación empírica (evidences) que dejan fuera de su ámbito de conocimiento los intereses vitales ligados con las grandes cuestiones que interpelan a la humanidad. Esas cuestiones acaban por ser examinadas también dentro de los límites fijados por métodos con los que pueden hacerse estudios de campo de base estadística acerca de muchos aspectos de la vida, pero que no permiten el enlace con disciplinas que abrirían el horizonte hasta los significados últimos de la vida.

A juicio de Gregory, la episteme universitaria occidental ha adoptado prevalentemente un naturalismo, que, con frecuencia, resulta materialista, y una gnoseología de corte empirista. En esta combinación de naturalismo y empirismo, no encuentra espacio ni puede encontrarlo el examen de lo que más interesa y mueve a la vida.

2. ¿En qué términos lee usted ese estrechamiento de la epísteme de la que acaba de hablar?, ¿en términos de una decadencia o de un híper-desarrollo del saber?

El fenómeno de la especialización de la episteme resulta ambivalente. La capacidad de investigación científico-técnica ha alcanzado cotas admirables. El mundo contemporáneo dispone de una capacidad tecnocientífica sorprendente en muchísimos ámbitos del conocimiento y dominio de la realidad. Es un bien innegable. Sin embargo, este fenómeno es ambivalente, pues, si sólo hubiera ese modelo epistemológico, en algunos ámbitos decisivos de la vida personal y social no podríamos decir razonablemente casi nada. Tendrían que pasar a tratarse, entonces, como dimensiones irracionales o al máximo a-racionales.

Lo que preocupaba al mundo griego preocupa también a la modernidad: favorecer un ejercicio de la razón lo más libre posible de interferencias o de condicionamientos ajenos a la razón misma, de manera tal que un prejuicio, un tópico o la presión social no acaben por oscurecer el conocimiento verdadero. El mundo griego, así como el mundo de la filosofía moderna - hasta hace no mucho tiempo- mantenían esa pasión por el conocimiento lo más riguroso posible de la verdad. Desde el arranque de la llamada postmodernidad esta intención se ha debilitado.

El problema se agrava precisamente cuando se estrecha la noción de verdad. Y esto es, desgraciadamente, lo que ha sucedido al menos en importantes corrientes de la modernidad y postmodernidad. Muchos ámbitos de la verdad humana, personal y social quedan confiados a disciplinas particulares que, en realidad, no pueden dar cuenta de ellos en su totalidad, porque la reflexión científica e incluso ciertas filosofías los excluyen del conocimiento racional y, en consecuencia, los abandonan al emotivismo, el sentimentalismo u otras formas de vitalidad irracional.


El esfuerzo por salir de la ambigüedad pasa por comprender que ese canon moderno de uso neutro de la razón, aséptico, no interferido por intereses, sentimientos o creencias irracionales... debe reformularse buscando una mejor síntesis entre el valor objetivo del conocimiento y la importancia de todos los fenómenos humanos que se deben conocer. De otro modo, la fractura entre saber y vida no tendrá arreglo, se hará cada vez más profunda, porque el uso de la ciencia dependerá en un grado creciente de estudios tan especializados que, para hablar en el ámbito de las ciencias, habrá que referirse solo a aspectos muy limitados de la realidad, y algo similar puede suceder también con algunas filosofías.

Ahora bien, esto no significa que no vayan a seguir funcionando las cosmovisiones. Seguirán existiendo, sólo que de manera implícita, no crítica, es decir, no juzgada. Es imposible que el científico (natural o social) no coloque su investigación en un marco global de significado. Si ese marco no se identifica racionalmente (mediante la filosofía de la ciencia y otras disciplinas), al final funciona de manera implícita. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se estudia un fenómeno material particular de la vida humana, y se afirma que en ese concreto fenómeno material no hay dimensión espiritual, y de ahí se concluye de forma indebida que la realidad humana es solo material. Esa conclusión no se apoya en el rigor metodológico de ningún experimento, sino que deriva de una precomprensión que no se juzga críticamente y que, sin embargo, se propone con el aval del saber científico. Si no se explicitan los usos de la razón y su conexión interna, en realidad, el experto en una cuestión particular, lo quiera o no, sacará conclusiones de carácter universal y unitarias, transmitiéndolas así a la opinión pública.

La razón humana tiene una exigencia de universalidad que no puede dejar de expresarse. Por tanto, si no se lleva a cabo la tarea de afrontar expresamente las cuestiones relativas a los significados universales, aparecerán de todos modos conclusiones que no derivan de la investigación científica bien acotada, sino de una cripto-filosofía que no se declara y que no se somete a juicio crítico alguno, como han advertido desde Jürgen Habermas a Charles Taylor.

3. ¿Cuáles serían las vías de respuestas sapienciales adecuadas para abordar el fenómeno de la fragmentación del saber hoy?

Estas vías de exploración sapiencial son una tarea en parte clásica y en parte novedosa para nuestro presente. La clave de esta tarea, siempre perenne, estriba en seguir buscando -al modo en que lo ha hecho la tradición occidental- una mejor comprensión de la razón humana y de las formas del saber. Frente a la tendencia que hemos descrito antes, es urgente reivindicar el carácter universal de la razón y mostrar cómo la capacidad racional del ser humano, a través de métodos diferenciados, puede conocer distintos aspectos de la realidad, y la realidad en su conjunto.

Lo decisivo es que cada método sea adecuado a su objeto y que, por lealtad al saber, sea el objeto el que dicte el método. Es preciso insistir en que los métodos para conocer los distintos objetos son aplicados por la razón del ser humano, que es, a su vez, capaz de todos ellos.

Un neurobiólogo puede emprender una investigación neurológica especializada, siendo éste un ejercicio de la razón propia de un ser humano. Ese mismo ser humano puede, por hipótesis, razonar de otros modos, y hacer teoría económica o investigación astrofísica o estudiar fenómenos históricos y jurídicos. En cada uno de estos campos es obligatorio, por rigor epistémico, respetar el objeto en su naturaleza propia adecuando el método al objeto. No se puede estudiar la historia de Carlomagno con un microscopio. Tampoco se puede estudiar el deterioro de la mielina en las neuronas limitándose por ejemplo a una investigación arqueológica en fósiles... En este sentido puede ayudarnos Aristóteles que sostiene que “el alma es en cierto sentido todas las cosas” (anima quodammodo omnia). El espíritu humano se puede interesar por todos los ámbitos del saber y por el ser en cuanto tal buscando la comprensión de cada una de las cosas del mundo y más allá del mundo. Esta apertura se daba en la tradición medieval. En algunas ramas de la filosofía moderna se encuentra igualmente la búsqueda por las condiciones de posibilidad del saber universal. En esta tarea es preciso abandonar toda forma de parcialidad epistemológica y abrirse a lo que hay, según la naturaleza propia de cada posible objeto de estudio.

La filosofía del siglo XX y XXI proporciona pistas interesantes para comprender no sólo esa amplitud de usos de la razón, sino también la articulación de la razón con el conjunto del ser humano concreto, es decir, su conexión con las dimensiones afectivo-volitivas, con la corporalidad, que se ha tendido a descuidar en otras épocas. El sujeto que conoce es un ser humano en su integridad concreta: ejercita la razón en estrecha conexión con su dimensión afectiva y volitiva. Hoy existen corrientes filosóficas que muestran la profunda interacción entre razón, afecto y voluntad. La razón del sujeto que conoce se arraiga en la unidad concreta de cada uno como ser humano, de tal manera que la razón se alimenta de esa fecunda interacción, y supone un contacto con la realidad que no ha de concebirse en términos puramente neutros.

Por decirlo de otro modo, la razón humana no es un escáner que registra un código QR. El acceso del ser humano a lo real implica una dimensión afectiva: es tocado, afectado (affectus) por la realidad misma que le interpela. Es un factor ya presente en la filosofía y la teología medieval, pero se ha revalorizado en algunas corrientes de la filosofía del siglo XX, aportando indicaciones valiosas para rebatir esa concepción neutra o aséptica de la racionalidad. Piénsese, por ejemplo, en ciertos estudios de fenomenología o en estudios recientes sobre inteligencia emocional... Esas teorías, incluso muy distintas entre sí, permiten comprender que no basta una comprensión objetivadora de la razón humana para fundar una adecuada comprensión de una institución universitaria o de la propia convivencia social.

Este ejercicio de la racionalidad concretamente vivida encuentra respaldo en la tradición teológica judeocristiana. Lo resume el aporte de la encíclica Lumen Fidei que otorga un puesto central a la noción bíblica de “corazón” (lev). Esta noción no es sentimental, sino que designa la unidad concreta y compleja del yo, en una estructura cognoscitiva, afectiva y volitiva que no puede sino tratarse unitariamente como una autoconciencia libre, encarnada, y por ello ligada a la sensorialidad, a la historicidad... Cuanto más se articule esta línea de reflexión y se saquen de ella consecuencias para la formación universitaria, más integral resultará dicha formación. La teología católica sabe que la mejor forma de pensar sobre la fe implica pensar sobre la razón. Ya San Agustín para defender y promover la fe en sus escritos lleva a cabo un finísimo análisis del espíritu humano. Santo Tomas, en su condición de fraile dominico, realiza un gran esfuerzo de explicación del dinamismo cognoscitivo del ser humano, tanto en sus textos teológicos como en sus comentarios a Aristóteles: ¿cómo se conoce?, ¿qué es conocer? Siglos después, San John Henry Newman hace apología de la fe volviendo a pensar sobre el dinamismo del conocimiento, en diálogo crítico sobre todo con Locke y Hume, y quiere salir de un planteamiento reduccionista para mostrar que hay formas de asentimiento (real) más profundas de las que permitía el empirismo de la época. A la hora de repensar la fe católica en el mundo de hoy sigue siendo necesario plantear cómo funciona el dinamismo espiritual-corporal del ser humano y mostrar que resulta más convincente esta visión unitaria y compleja del sujeto cognoscente.

4. ¿Considera usted que la dimensión subjetiva del saber, el conocimiento que el alma tiene de sí misma, tiene o ha de tener un papel rector con respecto al ejercicio del conocimiento objetivo, meramente representativo?

Es otro aspecto que hay que recuperar frente al “intelectualismo”. El intelectualismo supone la consagración de esta separación entre conocimiento objetivo y conocimiento subjetivo, separación entendida en el peor sentido del término. Un teólogo como Hans Urs von Balthasar, cuando examina críticamente el proceso del saber moderno, denuncia una gran censura sobre dos cuestiones cruciales: la pregunta acerca de los porqués últimos y la pregunta acerca del sentido de la tarea de quien investiga sobre el significado de algo. Por eso, es tan importante no aislarse en una noción abstracta de razón. La investigación sobre las células, sobre el cerebro o sobre cualquier área de la realidad la lleva a cabo alguien que no está separado de su conocimiento, sino que lo implica de manera concomitante. Respetar esa implicación ayuda a superar el intelectualismo.

Una consideración integral del conocimiento significa preguntarse: ¿qué sentido tiene aquello que estoy haciendo ahora? Para el investigador, este interrogante es una suerte de meta-pregunta que va más allá del descubrimiento específico sobre aquello que está investigando. A ese interrogante se superpone otro, aún más decisivo: ¿de qué sentido sobre sí mismo parte el investigador que estudia algo de la realidad? Es esencial formular estas preguntas que permiten incorporar al sujeto cognoscente en la descripción de los contenidos representativos.

Hoy resulta más fácil incorporar en las ciencias sociales lo que se llama las perspectivas de primera y de segunda persona, junto a la clásica perspectiva de tercera persona, que era la impersonal, en la cual se describía el fenómeno objetivado, “desde fuera”. En la actualidad es más sencillo darse cuenta de que la conciencia que describe los fenómenos con la inmediatez típica de la reflexión espiritual puede también aportar elementos cognoscitivos en el orden de las ciencias y sirven para integrar los aspectos propios del conocimiento formulado en tercera persona.

La cuestión gira en torno al sentido que tiene no solo la investigación sino el propio investigador que investiga. Y no se deben silenciar esos interrogantes alegando que no se trata de cuestiones propiamente científicas. De hecho, no lo son. Pero que no sean cuestiones científicas no puede conllevar su censura más o menos sistemática del ámbito de lo racional, porque entonces otra pregunta emerge inapelable: ¿quién ha decidido que se puedan o deban censurar estas preguntas? Será necesario rechazar, con razones, esa censura.

5. ¿Puede seguir siendo la metafísica la respuesta a la integración del conocer humano?, ¿no ha propiciado ella misma consideraciones abstractas y unilaterales de lo real?

Ha habido momentos en la historia de Occidente en los que una metafísica de corte “racionalista” y “esencialista” ha acabado por favorecer un estrechamiento de lo real, al haber dejado a un lado algunas dimensiones a las que antes me he referido. Es esa interpretación la que puede haber constituido el prolegómeno a un descarte de la metafísica misma, pues contribuyó, con su categorización lógica del ser, muy sofisticada, a separarse de la experiencia existencial (la Daseinserfahrung como la llama Balthasar), disminuyendo la atención a los otros atributos de bondad y belleza del ser, inseparables de la verdad.

De este modo había contribuido a empobrecer el objeto de la metafísica reduciéndolo a una noción de ser descrita en términos ontológicamente neutros. Si la existencia del ente consiste en la mera positio extra causas es más fácil prescindir de la concreción del verum ligada al pulchrum y al bonum, y que deriva de esa razón filosófica que reduce su tarea a la búsqueda de una claridad representativa de tipo conceptual. Dicha claridad no es desdeñable en ningún modo, pero la realidad que se presenta ante el sujeto espiritual no se puede abarcar tan solo con ese ejercicio de la claridad conceptual. En esta línea crítica se sitúan algunas corrientes filosóficas contemporáneas que, no siendo en absoluto antimetafísicas, no se quieren identificar con una metafísica racionalista, que no excluyo que pueda haber pervivido también en la enseñanza de la teología católica.

En este trabajo que supone el repensar la índole de la razón se incluye el repensar la metafísica misma. Entre las perspectivas actuales de la teología católica, considero acertada la idea balthasariana de una meta-antropología, a partir de una analogia entis concreta, que contribuiría a superar una mera noción de ser abstracta -según las notas universales propias del ser finito o infinito-, y a cambiar así el punto de partida de la metafísica, al concretar el esfuerzo reflexivo no tanto (o no sólo) en la dimensión cosmológica sino también en la experiencia antropológica, incorporando el dinamismo de la acción como lugar del conocimiento y del amor, de modo tal que la reflexio incluya no sólo una orientación al desvelarse lógico de la verdad, sino también su inicio en la sorpresa y admiración que despierta lo real cuando emerge ante la mirada. La sorpresa y admiración abren la originaria experiencia existencial, que implica una dimensión afectiva, un sorprenderse ante el ser del que se capta su atractivo estético y su bondad inseparable de su verdad. El contacto con el ser no puede limitarse a un esbozo de las categorías del ser, mediante las cuales se procedería a elucidar sus predicamentos, tomando al ser mismo como un objeto neutro, coincidente así, en cierto modo, con la visión neutra de las ciencias.

Al contrario, el conocimiento del ser debe incluir una mayor consideración del fenómeno originario, en el que se experimenta sorpresa, admiración, gratitud... Se abre, más allá de una estricta razón neutra, a dimensiones de carácter afectivo-volitivo. La tesis metafísica de Balthasar es que ser y amor son coextensivos, aunque él mismo señala que esta tesis sólo se ha podido sostener históricamente en y con el cristianismo.

Más allá de que se comparta o no su postura, resulta claro que se abre un campo de reflexión metafísico (“meta-antropológico”) que permite, a su vez, sostener un diálogo crítico con otras corrientes filosóficas incluso divergentes, que piensan el ser reduciéndolo en última instancia a la “manifestación de la nada”, sino que se sostiene que el ser que se manifiesta en la experiencia existencial es amor. Así, las cosas que aparecen manifiestan una presencia amorosa, son como el signo en el que se reconoce ese amor; la razón no sólo registra las notas esenciales del objeto, sino que despliega un dinamismo integral de la persona abierto a todas las dimensiones de la realidad. En esa primera apertura que es un momento crucial se distingue cómo cada ser humano recibe lo real: o bien con sospecha, considerándose como un ser arrojado al mundo (al estilo de la Geworfenheit heideggeriana), o bien con agradecimiento, de manera que el hecho de estar en el mundo se acoge con admiración y maravilla.

6. ¿Qué papel juega la trascendencia en la constitución humana del conocer en cuanto tal?

Ya he respondido en parte a esta cuestión aludiendo a los planteamientos de Balthasar, que elige una ontología personalista explorando el tema de la analogía en clave antropológica. No obstante, existen otras vías propiciadas por escuelas teológicas de tipo antropológico-trascendental, como la seguida por Karl Rahner, quien busca esta misma huella de la alteridad trascendente en los dinamismos internos del espíritu humano. Tales concepciones han sido muy debatidas. Sin embargo, se puede apreciar que en ellas se muestra la huella de la trascendencia no sólo en cómo se presenta el ser categorialmente, sino en el examen de las condiciones de posibilidad del conocimiento espiritual.

A partir de esos análisis, si se supera el riesgo de intelectualismo o de inmanentismo y se consideran todas las condiciones de posibilidad según el método trascendental matizado, no se puede negar que hay dimensiones interesantes que permiten caer en la cuenta de que la estructura de la subjetividad humana nunca se cierra plenamente sobre sí misma.

Millán Puelles habla de una conciencia inadecuada frente a la trascendentalidad de lo real. Por lo tanto, está siempre incompleta, extrañamente abierta ante lo otro y en sí misma. De esa “desproporción” hay muchos indicios al examinar el dinamismo cognoscitivo y la autoconciencia. La historia de la cultura occidental ofrece un catálogo inagotable de esta experiencia de un “más allá” que atraviesa las experiencias humanas, estéticas, afectivas, éticas, políticas…

Se abren caminos para superar el intelectualismo, al cual me he referido, y para superar también el individualismo, que es el trasfondo de gran parte de la filosofía moderna. En muchos casos, esa filosofía parte de una concepción de individuo absoluto o de la de un pensador aislado en sí mismo que se desliga de lo que hay fuera de sí y deja de ver lo otro (y lo Otro), lo cual incide en su explicación de los dinamismos intelectivos, afectivos, volitivos... En cambio, existen líneas de pensamiento que aportan claves fecundas para pensar cómo la trascendencia juega un papel crucial en la determinación del conocer humano en cuanto tal.

7. ¿En qué sentido la integración del ser humano en la dinámica de la revelación cristiana no cercena las posibilidades de su propia racionalidad?, ¿no constituye la aparente inmutabilidad del mensaje cristiano la causa o el origen de un conocer que se enclaustra y necesariamente limita su progreso hacia nuevos horizontes?

Probablemente esa visión de que la revelación cristiana cercena las posibilidades de la racionalidad humana depende de aquellos presupuestos remotos y próximos acerca del ejercicio del saber a los que me he referido antes. En todo caso, respecto a esta cuestión hay tomas de posición no debidamente explicitadas. Aunque muchas cosas que acabo de mencionar nacen de la experiencia humana iluminada por la revelación cristiana, encuentran sintonía con una parte de la reflexión filosófica contemporánea. La cuestión acerca de si el yo puede concebirse aislado en sí mismo de manera absoluta, esto es, de tal manera que la presencia de un tú de cualquier tipo sería una interferencia indebida que no sólo impide la plenitud cognoscitiva, sino incluso la libre autodeterminación del yo, este problema no es exclusivo del cristianismo. Si definimos así el yo, resulta inviable por ejemplo la realidad del amor, en términos puramente humanos. No habría forma de explicar el amor que no fuera la de una dominación, patente o latente. En consecuencia, no se podría amar a nadie, porque lo otro que yo (y el otro) no se podría articular positivamente con la autonomía individual, concebida como absoluta. Y todo ello, sin hablar todavía de lo que supondría esa postura para aceptar la presencia amorosa de un Tú divino.

Pero no se trata solo del problema –decisivo—de esclarecer este Tú divino; el problema estriba, como decía antes, en explicar bien la estructura misma de la subjetividad. Pongo solo otro ejemplo: hay una parte de la filosofía contemporánea que excluye a la teología del ámbito del saber porque considera que ésta no es capaz de respetar la actitud filosófica radical que estriba en el preguntar radical. El ser humano es un preguntador, quizá también un buscador, pero es básicamente aquel que hace preguntas (Fragen stellen). Como la teología se apoya en respuestas (divinas), contamina la filosofía y contradice la actitud fundamental del filósofo en su sentido radical. Quien se tiene por filósofo considera que la experiencia originaria es la de ser un preguntador, alguien que cuestiona. Aquí no tiene cabida el teólogo o, simplemente el cristiano, porque el cristiano contamina la pregunta con la respuesta y la priva de su capacidad de cuestionamiento radical. Ante este posicionamiento, conviene mirar más de cerca el fenómeno originario.

Quizás, al tratar de dar cuenta de la intencionalidad misma, resulta que no está en su origen primigenio solo volcada hacia fuera, sino que se ve precedida de una interpelación, de tal modo que lo más profundo del ser humano no consiste tanto en el interpelar cuanto en el hecho de ser interpelado (in Frage gestellt werden). Hay líneas de filosofía contemporánea, no cristianas, por cierto, que destacan el carácter fundante del tú para el despertar del yo, dejando abierto el debate complejo sobre como se explica integralmente el proceso de su constitución. En todo caso, el dinamismo del tú/Tú que interpela al yo desde fuera podría ser co-originario del yo. El yo está siendo constantemente “pro-vocado”, suscitado, promovido, de tal modo que el interrogar primario puede ser ya un responder primordial

Por lo tanto, debemos traducir esta interpelación del ser humano en las categorías propias que nos proporciona la filosofía contemporánea, para que la luz de la revelación cristiana resulte correspondiente con un ejercicio pleno de la razón. Ello no quiere decir que la revelación cristiana no sea por otro lado incompatible con ciertas formas de racionalidad que arrastran prejuicios o sencillamente son equivocadas, y ejerza su función crítica con respecto a ellas.

8. ¿Cree que la real y efectiva transmisión de los saberes en el ámbito universitario depende de alguna manera de la posición que adopte cada investigador ante la respuesta a la pregunta por Dios?, ¿habría verdadera enseñanza y aprendizaje acerca de la realidad en un investigador que haya renunciado a la pregunta por el fundamento trascendente de lo real?

Los mejores profesores e investigadores que he visto son aquellos para quienes su búsqueda del conocimiento está abierta tanto a la pregunta por el sentido de ese conocimiento como a la pregunta por el sentido de su vida.

Quizás, se trate en algunos casos de una apertura no bien resuelta o no resuelta aún del todo. Pero, en la medida en que el conocimiento no censura la dimensión de sentido de ese conocer y no censura tampoco el sentido de sí mismo en cuanto sujeto de ese conocimiento, ya se está dando, a nivel humano, una buena transmisión de saber porque muestra una apertura radical. Cuanto más completa es la experiencia humana de aquel que investiga, al incluir esa capacidad refleja sobre sí y sobre aquello que tiene que ver con su capacidad para constituir sentido, el investigador gana en el ejercicio de su propia racionalidad sin perder nada, convirtiéndose, de hecho, en mejor investigador, en un universitario digno de ese nombre. Ese tipo de universitario, que no censura las preguntas en ningún orden de la realidad, está abierto racional y afectivamente a lo otro, al otro, al Otro, como una posibilidad buena. Me viene a la mente “la peregrinación” intelectual de Antony Flew que evoluciona desde el ateísmo militante con la parábola del “jardinero invisible” a la afirmación de Dios, con la parábola del “teléfono móvil en manos de unos aborígenes de una isla remota”. Por quedarnos en el ámbito hispano, el hecho aún más extraordinario de Manuel García Morente. Nos conviene que existan universitarios así en las instituciones académicas, tanto entre los profesores como entre los estudiantes.

Javier María Prades López
Teólogo
Sacerdote y teólogo español, doctor en teología por la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma. Desde 2012 es el rector de la Universidad Eclesiástica San Dámaso, en Madrid (España). Es, además, miembro de la Comisión Teológica Internacional.
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