21/10/2022
La belleza de la filiación
Alberto Sánchez León
La filiación es un canto a la belleza de nuestro ser porque ahí no está el yo sólo, sino la persona compartiendo en relación su propio ser.

Si se entiende que la tarea educativa es la de crecer como personas, entonces es necesario entender que ese crecimiento es dependiente. No crecemos solos. Venimos de dos, necesitados de dos. Nadie viene de uno o solo. Y tampoco nadie crece solo. Hay que aceptarlo: somos hijos necesitados, dependientes. Y además, esa condición de ser hijo, de venir de dos, de tener una naturaleza (la palabra naturaleza viene de nascor, que es nacer), es una condición que nos va a perseguir siempre. Es inevitable por mucho que se hable de autosuficiencia, independencia, o de que exista un rechazo de la condición filial.

El hombre al nacer es acogido. Quien acoge es la familia, la institución natural más sólida y donde se crece como persona. La primera acogida es el regazo femenino. Esta primera acogida es muy importante, pues ahí da comienzo la integración afectiva. El regazo de una madre es la cuna natural del hijo. La cuna es protección, cuidado, lugar de confianza originaria. Allí se reciben los primeros afectos. Los primeros besos, acaricias, que son necesarios para crecer. Una persona que nunca haya recibido una acaricia, un beso en su infancia, ha tenido una filiación deshumanizada. Y eso se manifiesta en la esencia del hombre, sobre todo en la personalidad, el carácter. “El ser humano estrena renovadamente su reconocimiento, como ser humano que es, en el seno de su relación filial. Los hijos son felices si son respetados y confirmados en la verdad de su ser por aquellos que son su origen” (Leonardo Polo). 

Es importante distinguir la paternidad de la filiación. Ambas son relaciones. La primera es autora de hacer de un modo nuevo al hombre, pero en hacerlo respectivo a un nuevo ser humano. La segunda, en cambio, es una relación originaria, en el sentido que remite al origen del propio ser. El hijo es hijo porque tiene un padre.

Ser hombre es ser dependiente. Todos los hombres somos hijos. Pero no todos los hombres son padres. Ser hijo es ser genitivo. El genitivo mira al origen. Y el origen siempre es plural. 

¿Y es el hombre libre de ser hijo o no lo es? ¿Ser hijo es algo que no se elige, algo donde nuestra libertad no tiene nada que decir? Intentaré responder a esta pregunta. 

Si tenemos una naturaleza porque nacemos, si la primera acogida es el regazo materno, si el crecimiento de quien somos es algo que no viene solo, parece que no somos libres. Pero quizás sea el concepto de libertad  que tengamos el que dé una respuesta. Si la libertad es reducida a la capacidad de elegir, evidentemente responderíamos que no al interrogante. Si la libertad es para mi hacer lo que quiera y tomar mis propias decisiones, evidentemente no hay libertad en el nacer. Pero si interiorizamos, podemos darle la vuelta a la respuesta. 

Según el hombre va creciendo, se van desarrollando sus facultades. Con una libertad manifestativa puede aceptar esa dependencia o no, pero no desde el grado inicial de existencia. El hombre desde su uso de razón puede rechazar la acogida, puede renegar de su origen no aceptándolo, o puede afirmar su condición de dependencia con gratitud (que sería lo más propio: ante la conciencia de ser hijo, radicalmente sólo cabría agradecer, un agradecimiento operativo, pero agradecimiento como actitud básica del reconocimiento de la condición filial). El rechazo libre, ¿quitaría la condición de ser hijo? Aunque biológicamente siempre seamos hijos, la filiación, por ser relación personal, es por tanto libre, y además es relación original. No somos hijos de modo necesario, somos hijos libres, aceptando o negando el origen. Se ve que la libertad es mucho más interior, y precisamente por eso, para todo somos libres. Podemos incluso ser libres de la muerte, pero eso no quiere decir que nos libremos de ella, sino que la aceptamos. Quien no acepta la muerte no es libre ante ella. La libertad se da en la aceptación. Aunque no es el último escalón. Después de la aceptación viene el amor (o el odio). Uno puede aceptar ser hijo, pero no comportarse como tal, o sea, con piedad, con gratitud. Uno puede aceptar las contradicciones de la vida pero no con amor, sino con resignación Sería una libertad cercenada. Por eso, la libertad más completada no es la libertad de aceptarse o de aceptación, sino la libertad de amar. Amar ser hijo, amar lo que soy, o mejor, quien soy. Al igual con la vida recibida, la cultura en la que se vive, etc.

Nacer, ser hijo, ser dependiente es la gran novedad (quizás la única novedad del universo). Cualquier quién es una novedad. Toda persona es una novedad. Lo único que no es nuevo es Dios. Por eso origen y novedad son diametralmente opuestos. Dios es origen, no es novedad. Cabría una novedad en Dios desde el hombre cuando éste lo descubre… pero esa no es una novedad ontológica. La novedad “ontológica” es cada persona que viene al mundo, cada quién. 

El padre da, el hijo acepta y ama. Dar, aceptarse y donar (esta última es gratitud, nuestras obras o lo contrario, ingratitud y pasividad), esta es la tríada en la que la persona se mueve. Pero esa es también la dinámica de la vida trinitaria. Dios Padre crea, dona el ser. Dios Hijo es quien acoge el amor del Padre. Y, finalmente, Dios Espíritu Santo, es el don, el Amor. De modo que Dar, Aceptar y Don es la Trinidad. Amar, el Amado y Amor. Dios es Amor, en su ser Trino. Dios es personal en su Trinidad, y Uno en su Unidad. De modo que el Dios personal es Trino, el hombre es dual y el universo es uno. Dios es Identidad originaria (Trino en su relación de personas), el hombre es complicado (dual, que no significa dualismo) y el universo es simple (uno).

La persona humana, como no es un ser trino ni se reduce a universo, es dual, pues su esencia, su manifestación no es su ser, sino que se distingue realmente su quién (acto de ser) de su esencia (cosa que no ocurre en Dios). Lo que se da es el amar-aceptar. El amar-aceptar es su acto de ser, mientras que el don, lo que el hombre da, su aporte, su amor forma parte de su esencia. El amor es el aporte del hombre. Obras son amores. La esencia humana es un don. El amor no es personal, no está en el acto de ser, sino en su esencia. El amor es esencial, y el amar es personal. Pero esto no significa un rebajamiento, sino lo propio de la ética. La ética está a nivel de esencia, pues es la aportación del hombre, el amor humano es esencial. Si el hijo se define estrictamente por su relación al padre, y el hombre es término de un amor divino de predilección, se establece una relación que exige del hijo un ponerse a la altura de su padre, en la medida en que le sea posible. Pues esta correspondencia al amor divino es el sentido más profundo de la ética, del obrar. Sabiendo que somos mucho más que lo que hacemos, somos mucho más de nuestras obras y de nuestra biografía: somos hijos. 

Pero hay detractores de la filiación. Existe la idea de que el hombre se lo debe todo a sí mismo. Si ser hijo es ser genitivo, si el hombre procede de, entonces no se lo puede deber todo a sí mismo. El eslogan de que el hombre no nace sino que se hace sigue vigente en no pocas culturas, pero es tremendamente ambiguo, impreciso, parcial y pretencioso. Este eslogan no tiene que ver  solo con el ideal pragmático americano, sino también con el deje que la voluntad para el poder nietzscheana y el antihumanismo de Sartre han tintado a Europa con la desesperanza que provoca la renuncia a la filiación. Para Sartre la persona no es más que su libertad, pero la libertad  para Sartre es absurda pues estriba en la elección del propio ser. Si lo absurdo es lo más propio de lo que somos… la vida es una tragedia insuperable. 

La belleza de la filiación consiste en la dotación de sentido que conlleva el ser quienes somos. El sentido, el encargo, la misión, el quehacer o la vocación humana se otorga desde el origen. Es más, la filiación es preciosa porque viene a ser un encargo que va mucho más allá de la autorrealización propia, que es una de las cosas de las que se ha hablado tanto, pero que en el fondo es algo hueco, o mejor, deja vacío y sin poso a la existencia humana misma. No tiene sentido hablar de auto-realización en el hombre, porque el auto no admite al otro en el proyecto de vida… y entonces puede acabar en la tragedia de que el destinatario sea uno mismo. No hay cosa más triste que vivir de tal forma que el destinatario de todo lo que uno hace sea él mismo. Eso es en rigor el egoísmo. La renuncia a la filiación es la auto-realización, que tiene que ver mucho con la triste soledad del que se ha quedado en la montaña sólo… en la cumbre sí… pero sólo. Esta es la aspereza del superhombre de Nietzsche: la soledad. Y así escribía: “Cuando llego a la cima, siempre me encuentro solo. Nadie me habla; el frío de la soledad me hace tiritar. ¿Qué es lo que quiero, entonces, en las alturas? Mi desprecio y mi deseo crecen a la par; cuanto más me elevo más desprecio lo que se eleva. ¡Cómo me avergüenzo de mi ascenso y de mis caídas! ¡Cómo me río de tanto anhelar! ¡Cómo odio al que vuela! ¡Qué cansado me siento en las alturas!” nos dice en Así habló Zaratustra. Y es que, sin compartir la belleza de lo contemplado, sin comunicar ninguna verdad, sin compartir el gozo de lo conseguido la existencia se vuelve odiosa. Por eso Leonardo Polo habla de  co-existencia como lo radical del hombre y que se enfrenta de lleno a la soledad con la que el hombre postmoderno se quiere- incomprensiblemente-, casar. El hombre es el ex-sistente, es decir, el que se da consistencia desde fuera, por otro… Y eso es entender al hombre como relación, y especialmente como relación filial. La filiación es un canto a la belleza de nuestro ser, lo más profundo, porque ahí no está el yo sólo, sino la persona compartiendo en relación su propio ser. Y ahí radica su belleza. 

Alberto Sánchez León
Filósofo y teólogo
Licenciado en filosofía por la Universidad de Navarra (España). Doctor en filosofía por la Facultad Eclesiástica de FIlosofía de la Universidad de Navarra habiendo estudiado Teología en la Pontificia Universidad de la Santa Cruz (Roma).