Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez.
Hablamos con el doctor Diego I. Rosales Meana, Investigador Senior de Hápax, Instituto de Ciencias de la Acción y autor de la obra "Antropología del deseo: La existencia personal en Agustín de Hipona, acerca del papel del deseo y de la inquietud en la constitución y desvelamiento de la identidad del ser humano y la puesta en juego de su propia libertad a raíz de la reflexión actualizada del pensamiento de San Agustín que él nos propone.
1. En su obra “Antropología del deseo: La existencia personal en Agustín de Hipona” usted plantea una interpretación actualizada y contemporánea del pensamiento agustiniano en orden a dar cuenta de un problema existencial perenne: la cuestión referida a la identidad personal . ¿Cuáles fueron las motivaciones fundamentales que le condujeron a semejante abordaje?, ¿qué metodología o principios metodológicos adoptó para su investigación?
Creo que la motivación central de mi trabajo obedece a lo que yo considero que es una de las cuestiones más importantes de la filosofía y que, por otra parte, constituye uno de los aspectos más decisivos en toda existencia humana, a saber: responder al momento en el cual uno se ve confrontado con su propia libertad teniendo que responsabilizarse por la vida tal y como le ha venida dada, esto es, sin pedirla. Hay que responder a la vida justamente porque la vida se plantea como una pregunta.
De hecho, lo que está planteado en esa pregunta no es solamente el proyecto que quiero realizar o el modo de ganar dinero o de llegar a ser famoso o tener éxito, sino también y principalmente el interrogante sobre quién quiero ser o quién realmente soy yo. Es decir, lo puesto como pregunta no es algo que está frente a mí, delante de mí o fuera de mí, sino yo mismo. Yo mismo me convierto en una pregunta para mí. Y esto ocurre por muchas razones que ahora no conviene desarrollar con profundidad. En todo caso, conviene aclarar que con frecuencia se trata de un momento en el que la persona se da cuenta de su propia existencia, de su propia libertad. Y necesita herramientas para dar respuesta cumplida a ese interrogante vital, existencial.
Es ahí precisamente donde el deseo comparece como una clave importante, al menos, a primera vista. Cuando comencé mi trabajo “Antropología del deseo”, tuve una cierta intuición acerca del deseo. Éste se me presentó como una realidad fundamental en la respuesta a esta pregunta. Ahora bien, yo no sabía si éste- el deseo- iba a jugar el papel de un elemento central o colateral en la constitución de la respuesta a la pregunta planteada. Por eso, quise investigar a fondo el problema del deseo.
Metodológicamente, hice uso de dos herramientas que especialmente me ayudaron, aclarando que ya de entrada siempre lo que más me interesó fue abordar el tema y responder a la pregunta. Pero evidentemente al ser un neófito en la cuestión, me apoyé en la obra de grandes pensadores. Y encontré en la filosofía de San Agustín una tematización del deseo que tanto vislumbré como verdadera como me resultó atractiva, aunque no por ello dejara de percatarme de que su enfoque no estaba exento de problemas. Pero esta filosofía cumplía con una serie de requisitos suficientes para que pudiera funcionar como un marco que a mí me permitiera abordar el problema planteado.
No obstante, la filosofía de San Agustín se me presentaba a la vez como una filosofía antigua y como una filosofía que está, desde la perspectiva moderna, demasiado identificada con la fe y la teología. Entonces, si bien eso, desde mi propia perspectiva, no necesariamente le quitaba verdad al planteamiento agustiniano, sí que le hacía adolecer del cumplimiento de ciertas exigencias que el planteamiento filosófico moderno hoy pide.
Es por ello que me vi en la encrucijada de cómo abordar a San Agustín en un contexto como el actual. A este respecto, encontré en la fenomenología una segunda herramienta que me permitía abordar los temas en San Agustín de una manera contemporánea. El gran reto para mí consistió entonces en leer a San Agustín fenomenológicamente y hacer ver cómo los temas de San Agustín están presentes en la filosofía de hoy, bajo la tentativa de ver si con semejante enfoque podía trascender el mero trabajo erudito de un autor o la mera obra afincada en una escuela a la hora de abordar un tema en sí mismo.
Por su parte, siempre consideré y he considerado la necesidad de un tratamiento filosófico del deseo. El deseo es, desde mi punto de vista, el primer movimiento que tiene un ser humano hacia la vida. El infante tiene deseos, pero también el adulto y el anciano. Evidentemente estoy usando la palabra deseo en este momento con múltiples sentidos. No es lo mismo el deseo de un niño recién nacido que el deseo del varón de deseos que ya ha purificado su capacidad de desar al máximo y lo único que desea es el bien. Pero, en todo caso, el deseo es un movimiento que surge en mí sin que yo lo decida. Por lo tanto, es algo que me tiene de alguna manera tomado. Al deseo yo no puedo renunciar. O puedo renunciar a él, pero eso requerirá un acto de voluntariedad expresa para dejar de desear o modular el deseo a mi conveniencia.
Ciertamente uno puede vivir sin preguntarse por el sentido de su deseo, pero yo pienso que la llamada a pensar sobre él, a abordarlo filosóficamente constituye una vocación absolutamente universal, como es la filosofía misma. Es más, el hecho de que seamos seres racionales justamente significa que no podemos dejar de preguntarnos. Uno puede hacer a un lado la pregunta por el sentido de su deseo, pero dicha pregunta acaecerá de una manera obligatoria en nuestras vidas. Constituye una especie de necesidad. Por eso, pienso que la filosofía es una necesidad que comparece en la vida de todo persona humana. Necesitamos filosofar, porque nuestra estructura antropológica es preguntarnos por la verdad.
No obstante, podemos hacer caso omiso a la pregunta, pero aun cuando la omitamos de nuestra vida responderemos a ella con nuestras acciones. Así pues, no filosofar sobre el deseo constituye a mi juicio una vida incompleta. Y no solamente sobre el deseo. Puede haber más cuestiones sobre las que sea necesario pensar, pero sin duda que el deseo constituye un tema de los que comparecen como absolutamente ineludibles. Todos filosofamos de alguna manera alrededor de él, aunque no seamos filósofos profesionales ni tengamos un grado o licenciatura en filosofía.
Filosofar sobre el deseo supone tomar mi deseo como un tema de reflexión, explorarlo con profundidad y ver que hay en él que es mío y no mío y observar a dónde me conduce semejante exploración. Ya eso es filosofar sobre el deseo. Así pues, la reflexión sobre el deseo no solo la considero una necesidad, sino también un deber.
2. ¿En qué sentido la descripción fenomenológica de la inquietudo cordis nos hace percibir que nuestro ser estando en el mundo no se reduce en cambio a él, esto es, al horizonte y posibilidades que nos ofrece?
Aquí se encierra la cuestión más importante de mi propio planteamiento, porque si bien el deseo se presenta ante la vida humana como una realidad obvia y ante la cual cabe profundizar o no, la inquietud no aparece, en cambio, como una evidencia. La inquietud es definida en mi obra como la situación nativa por la cual el deseo se sustrae a ser satisfecho por una realidad mundana.
Pero esta inquietud no es patente a los ojos de un ser humano que comienza a desear y preguntarse por su propio deseo. Hay que hacer una excavación profunda sobre el deseo para que la inquietud sea vista con plenitud. Y esta excavación no sucede necesariamente de manera natural, sino que al ser humano le tienen que ocurrir ciertos acontecimientos, ciertos sucesos, que le muestren que hay algo por debajo de sus deseos. Algo más profundo que los motiva, los estructura y los hace ser lo que son, pero que también los limita en sus posibilidades. La inquietud limita al deseo en su posibilidad.
Y si un ser humano no se atreve a vivir, a desear y a querer y a intentar cosas y a fracasar en ellas y a que de pronto le ocurran sucesos que no esperaba e incluso a exponerse al hecho que lo que deseaba no era aquello que realmente quería, difícilmente dicho sujeto puede adquirir conciencia de la inquietud fundamental de su existencia.
No obstante, la inquietud estará presente siempre. Y eso es justamente lo que hace que cada deseo en cuanto es satisfecho se vuelva insuficiente y venga otro deseo a sustituirlo. Pero lo ordinario es que el ser humano viva instalado en esta cadena de deseos, persiguiendo uno tras otro de manera incansable o de manera agotadora hasta que algo tenga que ocurrir y que le enseñe al ser humano que los deseos no son el verdadero fondo de su ser, sino que hay un hondo dentro de sí más hondo que lo hondo.
Por eso, es importante la filosofía y también es importante, sobre todo, vivir, porque es en esa vida, de prueba y error, en la que el deseo va aprendiendo y tejiendo el hilo de su propia finitud.
3. ¿Existe alguna posibilidad en el planteamiento agustiniano y en su propio planteamiento de que el deseo humano entregado a su propio dinamismo no degenere en líbido?
Esta cuestión también es central y lo es para comprender la propia filosofía agustiniana. En uno de sus primeros textos perteneciente a sus diálogos de juventud, De la Vida Feliz, San Agustín describe la filosofía como aquello que le ocurre a un navegante que zarpa con su barco y de repente se ve sorprendido por una tormenta imprevista que le obliga a volver a puerto.
A este respecto, yo pienso que el deseo necesita de esa tormenta que le obligue a volver. En la filosofía agustiniana hay además un énfasis muy grande en que el deseo por sus propias fuerzas no tiene capacidad de salvarse a sí mismo. Y yo de alguna manera considero que hay algo de verdad en eso. El deseo, abandonado a sí mismo, se volverá autorreferencial al curvarse sobre sí y enamorarse de sí. Y se tornará irracional, aun cuando pueda disfrazarse de razón y aún cuando pueda encontrar los mejores argumentos para justificar su hinchazón.
Considero, por tanto, que son necesarias esas tormentas, que vienen de fuera, para que el deseo pueda aprender que él no puede ser referente de sí mismo. También es cierto que la propia filosofía agustiniana da ciertos elementos para afirmar que no todo en la interioridad humana es deseo. Hay ciertas tormentas interiores. Hay presencias interiores que también forman parte de estos acontecimientos que nos advienen. Y que le pueden mostrar al deseo que él no lo es todo, pero éste es un terreno muy complejo, porque la interioridad humana es una gran estancia llena de recovecos en la cual uno puede perderse. Y aunque ahí puede comparecer cierta alteridad -y la filosofía agustiniana así lo cree-, distinguir en esa interioridad el yo de lo otro requiere de mucha sabiduría y de mucho cuidado. Es más, exige el complemento de una tormenta externa que pueda ayudarme a distinguir qué de lo que hay en mí soy yo y qué de lo que hay en mí es más íntimo a mí mismo que yo y que, por lo tanto, me trasciende.
Este es en síntesis el contenido de la célebre expresión agustiniana: interior intimo meo. Pero ese interior intimo meo no solo es interior, sino también superior, summo meo. Es mucho más grande que lo más grande mío. El reconocimiento agustiniano es interesante por eso, no solamente porque descubre en ese maestro interior lo más íntimo mío, sino que lo descubre más grande que cualquier cosa mía. Allí comparece, por tanto, una cierta alteridad. Pero eso San Agustín no lo comprende hasta después de haber vivido, sufrido y fracasado.
Por su parte, quiero referirme al tratamiento del pecado en mi trabajo. En primer lugar, para aclaración mi posición al respecto, he de señalar que mi pretensión fue la de hacer una lectura secular de la tematización agustiniana del pecado, que en el pensamiento del obispo de Hipona- como ya puede intuirse- tiene un cariz plenamente teológico. De hecho, San Agustín explica esta cuestión bíblicamente, acudiendo a la figura de un demonio que tienta al hombre. Ahora bien, ¿cómo traduje esto filosóficamente?
Busqué encontrar qué datos hay en la experiencia de esa situación original en la que quedó hombre, a saber: la situación del pecado original. A este respecto llamarle situación original resulta un poco extraño, pues la noción de pecado original apunta precisamente a algo original, esto es, a una situación originaria de la existencia. Aunque nótese- por lo que ya sabemos- que hubo una situación más originaria que la original del pecado, esto es, la situación de la pureza paradisíaca. Ahora bien, ese supuesto teológico, que es el Paraíso, es algo que no comparece como fenómeno. Nadie ha vivido el Paraíso más que a través de ciertas formas del deseo.
Esto último que he apuntado resulta especialmente interesante. Si bien nadie ha vivido el Paraíso en acto, por utilizar un cierto lenguaje filosófico, no obstante, sí se puede conocer el Paraíso por anticipación, que se pone de manifiesto al desear algo. Aunque téngase en cuenta que cuando yo deseo algo, no sé bien en qué consiste el Paraíso. Pero a la vez sé que deseo algo que no es nada de lo que veo aquí y que no tiene nada que ver con mi situación temporal y con mi condición mundana.
Entonces, ¿en qué consistiría una lectura filosófica o secular del pecado? En constatar esa incapacidad nativa del ser humano a la hora de reconocer el bien. E incluso también en el reconocimiento de esa misma incapacidad nativa para conseguir el bien por sus propias fuerzas.
Así pues, habría dos formas de tematizar filosóficamente el pecado. Una primera que estribaría en la condición nativa del ser humano como factor limitante del deseo, la voluntad y la razón. Se trataría, por tanto, de una situación nativa, esto es, lo que entendemos por el pecado original. Pero también se daría un segundo sentido del pecado consistente en el despliegue del deseo cuando éste se tiene a sí mismo como referente y se torna en líbido al curvarse sobre sí mismo. Ésta ya no sería una situación nativa, sino un despliegue concreto del deseo, que, en lugar de perseguir el bien, se persigue a sí mismo. Se trata -este último- de un movimiento defectivo y que, por lo tanto, puede ser calificado como pecaminoso.
4. ¿La inquietud por el Bien perfecto- y las diversas modalidades que ésta pueda adoptar en la existencia a través de la alteración del deseo- constituyen una verdadera experiencia de alteridad o son más bien la antesala de dicha experiencia?
Considero que la inquietud no es todavía plena alteridad, aunque constituya su anuncio. De hecho, cuando un ser humano alcanza a percibir esa inquietud, dicha inquietud es una especie de desasosiego y de nostalgia del bien. Pero no, por ello, deja esa inquietud de tener un componente personal mío. Por lo tanto, no es verdadera alteridad radical.
Esa inquietud desea una alteridad radical, pero esa alteridad radical sólo comparece cuando ya hay algo más que inquietud y cuando ya hay algo más que deseo. A esto se le llama propiamente amor. Allí es donde emerge la alteridad: cuando el prójimo se me revela como un otro a quien me debo y como el destino que verdaderamente resuelve la pregunta por mi identidad.
Así pues, la inquietud es una via alteritatis, por decirlo de alguna manera, pero no es todavía alteridad por ella misma. Aunque uno puede comprender que ella misma no sería posible si no estuviera motivada por una alteridad íntima, no deja, sin embargo, de ser una inquietud mía.
En cambio, en la experiencia del amor lo que comparece es un deseo que se olvida de sí y que busca el bien del otro, dado que ha reconocido al otro como inasimilable a uno. Allí sí que hay una verdadera experiencia de alteridad. Y ésta sólo es objeto de descubrimiento cuando se efectúa un acto de amor. En este sentido, la inquietud es una prefiguración de ese acto, pero efectivamente no es todavía el amor.
Por otra parte, he de apuntar que la inquietud comparece de un modo mucho más parecido al dolor que a una experiencia de gozo. ¿Cuál es el motivo o la razón de ello? Que la misma etimología de la palabra de inquietud nos habla de una falta, en concreto, de una falta de paz. Por lo tanto, la inquietud constituye una experiencia de no estar en casa. Y, por eso, no podría entenderse como dicha. Pero sí que hay que señalar que no es propiamente dolor tampoco, dado que al no haber alteridad radical ahí, no puede haber dolor profundo. En este sentido, considero que el verdadero dolor sólo comparece cuando hay alteridad, esto es, cuando hay una alteridad que sufre, en concreto, la realidad sufriente de la persona amada.
De alguna manera, como ya he señalado antes, la experiencia de la inquietud es una experiencia más parecida al desasosiego y a la falta, esto es, a la experiencia de la extranjería, que a una experiencia de plenitud y de gozo.
5. ¿Qué valoración general le merece el planteamiento que hace San Agustín en torno al problema del mal y del sufrimiento?, ¿qué posición ha adoptado usted en su obra frente a estas realidades al hilo de los planteamientos agustinianos?
Esta pregunta abre una de las áreas que yo considero más problemáticas del pensamiento agustiniano, incluso en su teología, por las ambigüedades que genera, y no tanto porque considere que su planteamiento sea falso. Pienso que San Agustín no matizó lo suficiente en el tratamiento de esta cuestión. Pero, ¿cuál es el motivo de esta aseveración que acabo de realizar? Me explico…
Para San Agustín, el dolor tiene inexorablemente un papel pedagógico en el crecimiento del alma hacia el descubrimiento de su inquietud. Creo que algo hay de verdad en eso, pero definitivamente hay que matizar esa postura, dado que no todo dolor y no todo sufrimiento puede llamarse pedagógico. Parece que San Agustín no fue lo suficientemente fino a la hora de dar cuenta de los modos del dolor al introducirlos, por otra parte, en una lógica teológica de salvación.
Por esto último, San Agustín considera que el dolor y el sufrimiento pasan a adquirir un papel redentor. Es Dios actuando en la vida del ser humano para mostrarle que el modo de vida que lleva va por mal camino. El sufrimiento es un signo del mal que uno comete. Aquí hay muchas cuestiones implicadas que hay que desbrozar con mucha finura, ya que si siguiéramos este planteamiento unilateralmente, esto haría a Dios responsable del mal. A la vez, incitaría a una consideración del mal en el que éste, dado su papel redentor, ya no llegaría a comparecer como algo realmente malo.
A mi modo de ver, hacer que el mal no sea malo desintegra la experiencia ordinaria del mundo subsumiéndolo en una lógica general de la salvación y una teología de la historia, en la que al final todo acaba teniendo sentido. Precisamente esto diluye la experiencia real del mal que tenemos los seres humanos. Y no solo eso, sino que además convierte a Dios en un ser que provoca el mal o lo que parecería mal, porque, como contribuiría a su disolución en su manifestación peculiar, entonces lo que Dios le provocaría a uno no es el mal, sino que le estaría haciendo realmente un bien, aunque ese bien sea paradójicamente el propio sufrimiento.
Como ya podemos comprobar, este planteamiento genera una serie de paradojas. Ciertamente en muchos casos de la vida pienso que esto que plantea San Agustín puede ser posible y también ser dicho sin temor a caer en el pecado de herejía o idolatría. Es real que uno puede reconocer en ciertos dolores una posibilidad de crecimiento. Negar eso desembocaría en una postura que no atiende suficientemente a lo real.
Pero a la vez también me parece que existen sufrimientos para los cuales buscar una explicación supone directamente acrecentarlos. Es más, constituye una injusticia flagrante para con las víctimas. Es decir, se dan sufrimientos en el mundo ante los que- al constituir una experiencia genuina del mal- no hay derecho a buscar una explicación. Creo que ese matiz la propia teodicea agustiniana es incapaz de reconocerlo. Por eso, se vuelve una teodicea de carácter extremista que pone al ser humano en una situación de mero objeto de Dios, al cual Dios le hace lo que quiere. Y creo que incluso teológicamente- y más aún antropológicamente- se pueden aportar ciertas razones como para no admitir esa visión de Dios.
6. ¿En qué sentido cabría hablar de una predestinación al bien o al mal en el enfoque agustiniano?
Éste es otro de los puntos en donde las ambigüedades agustinianas han provocado numerosos debates en la historia de la teología. A este respecto, considero que la antropología agustiniana permite afirmar y negar el tema de la predestinación. Aún así, éste resulta un tema muy complicado en donde la discusión con el pelagianismo y el donatismo intervienen de una forma determinante, además de una cierta experiencia de la libertad y las posibilidades ínsitas en ella de salir adelante por sí misma.
Nótese que San Agustín es considerado como el doctor de la gracia. Y en el tema de la relación entre la libertad y la gracia, la posición final del obispo de Hipona es abrumadoramente pesimista respecto de la libertad humana. En dicha concepción, no hay libertad que pueda perseguir el bien por sí misma, sino que todo acto bueno que pueda realizar la libertad, en el fondo, es la gracia de Dios actuando. Esta consideración tiene consecuencias espirituales que pueden ser redentoras, pero también puede tener consecuencias espirituales desastrosas y perniciosas para todo aquello que supone el ejercicio de la propia libertad.
De hecho, hay ciertos textos en los que San Agustín se da cuenta de que su razonamiento lo lleva a afirmar la predestinación y, de hecho, la afirma. Pero también es verdad que hay otros textos donde parece ser que esta aseveración se encuentra modulada y moderada por una noción de Dios amoroso que no podría destinar al ser humano a la muerte espiritual, esto es, al infierno.
Personalmente pienso que la libertad es el factum que hay que salvar, porque considero que no hay manera racional de mostrar que hay predestinación. Es más, tematizar filosóficamente la predestinación, aunque se pueda abordar el hecho de su fundamentación en argumentos de carácter estoico o neoplatónico, me parece que -tras la aparición de la libertad tal y como es tematizada por San Agustín- supondría algo así como una condena de todas las libertades a su propia autodestrucción íntima.
7. ¿El recorrido existencial del deseo, terciado por la inquietud, lleva necesariamente a una formulación ontológica del ser humano en orden a una correcta elucidación de la magna quaestio?, ¿en qué sentido resulta necesaria una teoría de la persona para dar cuenta de la pregunta por la propia identidad?
Creo que la inquietud es un dato que anuncia ontología. Es un dato tan fuerte y tan permanente de la existencia humana, en su estabilidad inestable en el marco de la temporalidad, que constituye una marca de alcance prácticamente ontológico.
Y esto es relevante en el marco de la antropología agustiniana, porque tanto la inquietud como el deseo apuntan a que el ser humano no puede existir sin que de alguna manera una cierta trascendencia comparezca en su vida, ya sea bajo la forma del deseo, de la inquietud o de la alteridad. Todo ello exige una trascendencia escatológica, que vaya más allá de la historia y de la inmanencia del mundo natural.
Aquí ya estaríamos hablando en términos metafísicos. Y la inquietud, de alguna manera, es una experiencia de un cierto asentamiento ontológico de la persona. No obstante, el tema es que esto no se trata de una pura ontología, sino que también hay libertad.
Hay dos vocablos- de origen bíblico- que yo tomo de San Agustín para sintetizar la experiencia que el ser humano tiene de sí, a saber: como imago y similitudo Dei. Me explico. En primer lugar, esta inquietud permanente anuncia trascendencia, alteridad de manera irrecusable. Esto sería la imago Dei. A este respecto, se da una estabilización ontológica de la persona. La persona es siempre persona.
Pero, al ser persona, es también plenamente libre de renunciar a esa imagen y hacerse completamente desemejante a ella. Esto es, puede entrar a abrazar y a asumir una regio dissimilitudinis. Con otras palabras, puede llegar a convertirse en muchos, dispersarse en muchos, tal y como señalaba el propio San Agustín. Y esto es lo que constituiría la semejanza o desemejanza.
La noción de semejanza permite afirmar que la ontología en el ser humano no es definitiva y que, por lo tanto, la libertad puede transformar la realidad humana sobre una base ontológica, que está puesta para que sea asumida o no por esa propia libertad.