Ver también: Primera Parte
El yo pienso, único texto de la psicología racional
“Como las nubes del cielo, puede tomar todas las formas que pueda imaginarse, pues no tiene ninguna; el contenido de la representación yo pienso, el ego trascendente, del que hablarán a su vez las fenomenologías contemporáneas, es un fantasma conciliador”. Esto afirma Henry, en el capítulo 4 de Genealogía del psicoanálisis, refiriéndose a la concepción kantiana de yo en la célebre Crítica de la razón pura.
Como es sabido, en este brillante y canónico texto, donde se ponen las bases de la epistemología moderna, el sujeto carece de contenido, es expulsado de lo cognoscible, lidera la apercepción sin formar parte de ella. Dos son los requisitos de la representación, de la determinación del objeto por parte del sujeto, la intuición y el concepto, que a su vez requieren de ciertas formas puras a priori presentes en la estructura de la subjetividad, el espacio y el tiempo (en la sensibilidad) y las categorías (en el entendimiento). Aunque el concepto es necesario para organizar la sensación es la intuición la clave de bóveda de la cuestión, la que impide, según Kant, cualquier consideración de carácter especulativo que tanto daño procuran a las ciencias como al auténtico y grandioso papel reservado para la metafísica. Pero nunca se concibe el concepto de sensación desde otro punto de vista que no sea el de su origen externo, ekstático.
Fiel a sus presupuestos, el filósofo de Konigsberg no podrá asignar realidad alguna al ego en la medida en que el yo pienso es aquello que por principio no es capaz de ser representado. Se nos descubre así la indigencia ontológica fundamental del único texto de la psicología racional. No obstante, no cejará Kant en una determinación imposible: la asignación de alguna realidad a la subjetividad constituyente desde unos presupuestos ekstáticos que, por principio, lo impiden. La crítica de los paralogismos de la razón pura, en la Dialéctica trascendental (yo pienso, como sujeto, como sujeto simple, como sujeto idéntico, en todo estado de mi pensamiento) suponen una brillante y extraordinaria reflexión que, en sentido positivo, ha de interpretarse como sigue: el yo no puede ser concebido desde los presupuestos que exige toda representación, no puede formar parte del mundo. Si existe hay que buscarlo en otro ámbito de lo real (en términos fenomenológicos, aparece de modo distinto; su fenomenicidad, por tanto, debe ser otra). Pero esta tarea es la que Kant no puede emprender. Una vez vaciado del mundo habrá que buscarlo en el ámbito de la ética (también de la religión) como noúmeno, libre e inmortal. Pero esto nos aleja de los presupuestos fenomenológicos que asumimos (ser es lo que aparece). Esa empresa imposible, que más arriba se planteaba, pasa por entender el ego desde el sentido interno (como “intuición empírica indeterminada” o como “percepción intelectual”, dice Kant) como huella que deja el acto de determinación de objetos desde el poder trascendental, como contrapartida del acto constitutivo que forma una intuición empírica, que no se ha sometido aún a categoría alguna.
¿Cómo es posible entonces que la existencia (al menos del yo) se sustraiga a las condiciones generales de la experiencia, es decir, de la existencia? No ve Kant que ese sentido interno no recibe impresiones venidas de otra parte, del Afuera, sino que el yo se afecta a sí mismo, se trata de una inmanencia que exhibe su efectividad fenomenológica propia, fundando esas impresiones que constituyen el ahora, base de la corriente interna del tiempo (de pronto, Husserl) que hacen posible, ahora sí, las impresiones empíricas procedentes del exterior.
Igual de ruinosa, pero coherente, resulta la imposibilidad de dotar al flujo de lo real de permanencia desde la problemática unidad de la conciencia, planteada en el tercer paralogismo de la primera edición (dedicado a la crítica de la permanencia de la identidad, es decir, la personalidad) donde se afirma que nunca podemos establecer si el yo no fluye igual que los otros pensamientos que él liga entre sí. Se trata de “un sujeto que nos es…desconocido pero en cuyas determinaciones existe una perfecta conexión mediante la apercepción”.
Dos son, por tanto, las conclusiones que podemos extraer de esta lectura apresurada de la propuesta kantiana (de la que se pueden extraer otras consideraciones muy acertadas), a saber, que la única realidad que cabe mantener es la dada desde y en la representación y que la subjetividad del sujeto no es más que la objetividad del objeto que constituye. Por tanto, es un sujeto privado de ser. Su ser es, en todo caso, de carácter formal, el que hace posible el ser del objeto. No obstante, a pesar de la indigencia, la representación del yo pienso (a la que reduce Kant el yo pienso) no carece de interés, por cuanto esa representación supone en todo momento, en cuanto se lleva a cabo (y solo en cuanto se lleva a cabo) un sí mismo que la realiza, una ipseidad.
El representacionalismo más sofisticado, el de Kant, que convierte al ego en una mera función de coordinación, lleva inscrito un yo particular e individual en calidad de elemento heurístico, capaz de unificar los fenómenos externos e internos, una ipseidad que sostiene la representación de ese yo. Parece sugerirse un sí mismo en un yo cuyo ser es, estrictamente, formal, vacío, por tanto.
La vida, ser del ego.
Es necesaria, pues, una investigación que explicite el ser del ego si queremos establecer un fundamento sólido en la filosofía y ello por un doble motivo, existencial y ontológico. Vivir no puede consistir solo en una dedicación exclusiva a lo que está fuera de mí, a lo que aparece extendido en el ahí. Incluso atenderme a mí mismo no parece otra cosa que examinar, intencionalmente, algo que está a cierta distancia respecto del examinador.
El yo es la esencia que sabe de manera inmediata de sí. Es la ipseidad misma, individual, y su materia es la afectividad. Vivir es, estrictamente, sentir, impresionarse a sí mismo, autoexperimentarse en todos los puntos de su ser sin la mediación de ningún Delante, de ningún mundo. Constituye, pues, otro modo de aparecer, que descubre una esencia con una estructura interna determinada, diferente en su naturaleza de la que se descubre en la luz del Afuera. Esa esencia es la que queda olvidada, tapada cuando atendemos al mundo pero, paradójicamente, no podríamos atender al mundo sin ella: es la condición de posibilidad de la fenomenicidad de la luz.
Su ausencia es, además, querida y prescrita por ella. Entre trascendencia(mundo) e inmanencia (vida) hay una diferencia esencial, radical; no se trata de una oposición que comparta un vínculo (que tengan la misma esencia) y, así, quepa la transformación (el poder una llegar a ser la otra) como si de una magnitud intensiva se tratase; tampoco se trata de una oposición dialéctica que se resuelva en un tercer momento sintético. Es la imposibilidad esencial de su reducción, de su transformación.
Para salvar la vida debemos intentar superar, combatir, cualquier propuesta que considere al ser humano solo como una realidad objetiva, un ente más en el espacio ontológico (horizonte) iluminado por la misma luz, tal como concibe la ciencia al mundo, como se contempla hoy lo real.
La anulación de la vida que hace la ciencia desde el descubrimiento del “espacio galileano” (su acta de nacimiento como ciencia moderna) con la reducción que efectúa de lo real a las idealizaciones matemáticas, esencias, que lo constituyen, obviando todo lo relacionado con la sensación, supone la alienación del ser humano por cuanto se descarta cualquier saber que incluya lo no corporizable (en sentido extenso). El espíritu, el alma, la vida, queda así reducida a un modo de hablar, relegada al olvido, con lo que se justifica y se refuerza la actitud natural con la que nacemos: vivir volcados al mundo, no atender otra cosa que a lo que ocurre fuera de mí; mi interioridad es, así, inexistente salvo como exterioridad interna.
En Heidegger tenemos la propuesta más elaborada (desde una ontología -hermenéutica- de la facticidad) del hombre como ente atado al mundo, proyectado irremediablemente hacia él (es un ser-en-el-mundo). Aquí el ser del yo se comprende desde un volver a sí a partir de las posibilidades hacia las que se proyecta, determinando así su situación y su ipseidad. Este acto de volver funda la temporalidad. El Dasein se reconoce como pasado pero no como algo que ya no es sino en el sentido de que siendo aún era ya. Así ocurre con el miedo y, sobre todo, con la angustia. El fundamento del yo, es, en todo caso, el ékstasis, Pero la existencia no puede consistir solo en eso, y podemos presentar algunas razones (que aquí solo se pueden enunciar):
1) El mundo es, ante todo, un mundo de sensaciones, coloreado, es, además, en la medida en que el ser humano lo pisa, lo huele, lo toca;
2) El único conocimiento inmediato que poseemos es el de nuestro Sí, todo lo demás es intermediado, ¿irreal?;
3) Nuestro cuerpo necesita captarse, mi percepción ser percibida, en definitiva, existir requiere de un poder que haga posible esa existencia, todo lo demás es una especie de “mitología trascendental”;
4) La exterioridad (recepción del mundo como horizonte que despliega el hombre en su apertura) no puede fundamentarse por sí misma si pretende lograr autonomía en su esencia. Hay otro modo, entonces, de receptividad que constituye el fundamento último de la exterioridad, la inmanencia;
5) Para que algo tenga la posibilidad de relacionarse, de trascender hacia otra cosa, ha de ser un sí mismo capaz de superación, es decir, una inmanencia capaz de llevarse hacia otra cosa que no es ella (en la objetividad no hay relación);
6) Hay un saber latente, motriz, que funda el hábito por el que, gracias a la memoria, movemos nuestro cuerpo, sabemos del mundo, un cuerpo del cuerpo, una Cuerpo-apropiación, (dice Henry, en La barbarie -capítulo 3-), “tan original que hace de nosotros los propietarios del mundo, no como consecuencia de una decisión por nuestra parte o porque una sociedad dada haya adoptado un comportamiento determinado con respecto al cosmos, sino a priori, debido a la condición corporal del ser en cuanto cuerpo-apropiado”.
Pero más allá de razones metafísicas, de las que aquí se trata, vivir significa afrontar penas y gozos. Constituye, a la vez, la mayor de las dichas y el sinsentido más inexplicable. Hemos de esforzarnos en disponer de una interioridad lo suficientemente fuerte para hacernos cargo de todo lo que la existencia, con su aparente y absurda contingencia, nos tiene reservado.