Ver también: Segunda Parte
“La filosofía es la intuición eidética de la estructura ontológica de la realidad”, plantea Michel Henry al final del parágrafo 57 de la sección IV, última, de su monumental obra La esencia de la manifestación. Ambiciosa y problemática definición por cuanto, por un lado, plantea un objetivo último, altamente especulativo, denostado por las filosofías del siglo XX (con honrosas excepciones) y difícilmente alcanzable (la estructura del ser de lo real) y, por otro, establece un modo de captación, la intuición, esencial además, que apunta a un tipo de entidad que relega a la oscuridad a todo aquello no dado bajo la luz del mundo, que no es objeto del telos de la razón: la evidencia.
Ya en los albores de la filosofía lo real ha de ser pensado bajo una cierta mirada, la physis ha de ser dominada; porque se presenta como lo terrible, el hombre debe hacerse cargo de ella y la única herramienta de que dispone para ello es la razón. La idea sería la forma que permite desentrañar el significado último de lo real, lo que es capaz de entrever el sentido de lo que acontece. Pero para ello se precisa de un sujeto, de una unidad previa capaz de dotar de unidad, a su vez, a un mundo cambiante y peligroso.
El descubrimiento del logos quizá sea el descubrimiento de esa estrategia, de ese gran recurso que ofrece el pensamiento para dotar de estabilidad y sentido a lo real. Incluso el “panta rei” heraclíteo necesita de la permanencia del sujeto, capaz de concebir ese fluir. Aunque la idea platónica sea un enfoque que presenta el mundo (el único “enfoque” estrictamente hablando) no tanto una estructura de la razón, ha de haber alguien que la desentrañe, que sepa mirar adecuadamente y que, haciéndose cargo, desvele lo que en principio constituye el caos de la sensación. Ya con el giro idealista propuesto en el orto de la modernidad encontramos un sujeto como polo opuesto al mundo, con un yo que, de una manera u otra, ha de considerarse con independencia de lo que el mundo sea.
Así, en nuestro lenguaje ordinario es inevitable que al emitir un juicio asignemos una acción a un sujeto: siempre prediquemos algo de alguien. Sin darnos cuenta utilizamos constantemente la partícula yo. Yo hago, yo quiero, yo deseo, en definitiva, yo soy. Pero ese yo, que es, necesita primero de una aclaración de aquello en que consista ser. Si antes no investigamos qué entendemos por ser carece de sentido analizar en qué consista el yo. Ego cogito cogitatum, afirmaba Descartes.
Ese yo, pocas veces explicitado, confundido con el cogito (o peor, con un cogitatum), en ocasiones hasta negado, requiere de una investigación primera de lo que entendamos por ser para que la máxima cartesiana (cualquier filosofar, en definitiva) tenga carácter último y presente un fundamento sólido, filosófico. Pero además ese ego ha de ser un ego particular, una Ipseidad, un sí mismo distinto de otros egos con los que aún compartiendo ser, sea capaz de decir solo él YO. La cuestión es, por tanto, doble: un ser del ego como realidad específica distinta de cualquier otro género de cosa dentro de la que cabe particularizar cada sí mismo como individuo único.
Pero la investigación del ser del yo necesita del reconocimiento de una diferencia ocultada en la historia de la filosofía; enmascarada más bien y, como tal, implícita en algunos planteamientos que tensan e impiden su desarrollo genuino. Me refiero a la diferencia entre ser y ente, a la diferencia, en términos fenomenológicos, entre el aparecer y lo que aparece. Lo que aparece se presenta, se da, se capta intencionalmente, el aparecer hace posible la presencia de lo que aparece. Su modo de captación, pues, ha de ser diferente. Fenómeno y fenomenicidad, en definitiva. El horizonte, el aparecer, ya en Husserl, se despliega y dota de sentido a todo lo que aparece en él. Ello permite que, recibiéndose, formándose así el mundo, aparezcan fenómenos.
Esta diferencia ontológica, clave para entender nuestro planteamiento podemos encontrarla ya en Descartes, padre de la fenomenología, aunque solo descubierta, pues es abandonada poco después. Supone, en todo caso, un hito en la historia del pensamiento. Se puede rastrear este aporte en algunos autores (Malebranche, Leibniz, Kant, Schopenhauer, Nietzsche, Kierkegaard, Freud, y, sobre todo, Maine de Biran) pero es en Husserl donde aparece de forma explícita, con el instrumental técnico que proporciona la fenomenología. Es precisa, no obstante, la ontologización de la fenomenología, realizada por Heidegger, para que el ser, aún necesitando de un ente particular que entienda de él (el hombre) se constituya en asunto de un discurso soberano y primero. Precisamente la insatisfacción de esa relación subsidiaria del ser con el Dasein hará recapacitar a Heidegger, que reculará una y otra vez en una reflexión, quizá infinita, que separe lo suficiente el ser del ente (el hombre, su “pastor”).
Este texto, que como parte de una tesis doctoral futura pretenderá hacer un recorrido rastreando aquellas propuestas en las que encontramos una reflexión acerca del ser del ego (no del ego como tal, en definitiva un tipo de ente), se limitará aquí a la explicitación de su Comienzo abortado, en la obra de Descartes, y su liquidación en la crítica kantiana que, asumiendo el representacionalismo de forma radical, vaciará al yo de cualquier ámbito propio, relegándolo en todo caso a lo nouménico, obnubilado por el poder trascendental del conocimiento.
El respaldo filosófico lo proporcionará la propuesta de Michel Henry, una respuesta novedosa, singular, potente, incluso escandalosa en estos tiempos de negación del sujeto (de renuncia a cualquier pretensión de fundamentación fuerte). Así, veremos qué puede entenderse por ser: una realidad heterogénea al mundo en su donación, llamada vida, que es inmanencia radical, esencia (aquí condición de posibilidad) de la manifestación del mundo.
Solo una filosofía primera dispone de un fundamento sólido y un objetivo que la distinga de las filosofías segundas, solidarias de las ciencias. ¿Debe contemplar necesariamente la existencia de lo absoluto? Imposible respuesta puede darse ahora. En todo caso, la cuestión que nos ocupa, el fundamento filosófico del ser del ego, tiene también consecuencias éticas que aquí no podemos atender.
Un glorioso comienzo abandonado.
“Pero toda problemática, a decir verdad toda ciencia y la filosofía misma, obedecen a una temática similar: mienta objetivamente una realidad y toma con ligereza las condiciones de su conocimiento por las de la realidad”, dice Henry en el capítulo 2 de La genealogía del psicoanálisis. El fragmento explicita de modo radical el problema del intuicionismo, que incluye cualquier teoría de la representación: la concepción del conocimiento, ya idealista, en la que entre el sujeto y el objeto media una representación mental de la que cabe certeza. La verdad, así, queda definida como la relación, de la que el sujeto está seguro (psicológicamente seguro), entre su representación mental y la cosa a la que apunta (que puede ser igualmente un objeto externo, un recuerdo o una dolencia, pongamos). Cualquier representacionismo adolece de esta confusión, se aparta de la realidad como tal erigiendo un testaferro que la sustituye, una imagen que, aun siendo su correspondencia ideal, es otra cosa. ¿No hay más remedio que contentarnos con esto? ¿La irrealidad de la imagen es lo más cerca que podemos estar del mundo? Las aportaciones de Kant y Husserl, siendo brillantes y muy sofisticadas, no muestran aquí más que una ficción. En el caso de Husserl (aunque esto habría que desarrollarlo con mucha paciencia pues no cabe, creemos, hablar de representación porque el concepto de intencionalidad lo impide) la imagen se debe más a la constitución del correlato objetivo (nóema) y a la existencia separada del ser dada la denominada diferencia fenomenológica.
Pero queda, a juicio de Henry, otra opción, a explorar, que ya plantea Heidegger de modo insatisfactorio por ser deudor de un único modo de manifestación, el del ékstasis.
La denominada fenomenología material afirmará la existencia de un ámbito irreductible de sensaciones (afecciones, mejor) que constituyen el aparecer inmediato del que el yo tiene noticia privilegiada, donde afección y afectado se confunden, donde no hay, por tanto, distancia. Se trata de la vida, el concepto filosófico más relevante obviado en gran medida a lo largo de la historia de la filosofía, quizá por su relación con lo sensual, el cuerpo, relegado a un segundo plano por los asuntos “capitales” tales como la razón, la verdad, el bien o lo bello. Toda la filosofía de Henry pivotará sobre esta cuestión.
Ahora bien, ¿qué queda del mundo?; esa realidad primera, inmediata, la vida, ¿cómo afecta a la realidad “externa”? ¿Acaso son dos realidades? Nos encontramos más bien, ante un dualismo fenomenológico, que no ontológico (aunque esta tesis no se puede desarrollar de pronto aquí). Se trata de una realidad esencial, real, la del ser del ego, que posibilita la realidad del mundo, la luz. No tenemos conocimiento del mundo más que de modo indirecto, como irreal, estrictamente hablando. ¿Se ha avanzado algo respecto de la “ficción” que proponían Kant o Husserl en su idealismo trascendental? No, solo que queda claro que del mundo se tiene un conocimiento secundario, mediato. Es la irrealidad, sin excusas.
Al menos hay algo cierto (antes se presumía lo cierto pero era engañoso), a saber, la vida es captada sin intermediarios, de manera absoluta; no hay posibilidad de engaño (este concepto ya es en si engañoso por cuanto verdad o falsedad juegan, a decir de Wittgenstein, otro juego, el del conocimiento reflexivo, intuitivo, lógico: el del mundo). Ahora hay una afirmación de Sí desde sí. Es el ego mismo, su ser, el que se le aparece a él. Esto implicará un problema, en mi opinión, que dejaremos para otra ocasión: ¿cómo saber, ya no conocer, algo donde no hay intencionalidad?,¿Qué tipo de saber es ese?.
Pero ahora conviene centrarse en el autor que primero supo ver (nunca mejor dicho) esta diferencia, la del aparecer y lo que aparece, la del ámbito interno, inmanente del yo, respecto de la consideración del mundo. En el orto de la modernidad, el filósofo del cogito plantearía el primer atisbo de fenomenología, de carácter además material. Una ontología fenomenológica, en definitiva. “Al menos me parece que veo”, afirma el francés en la segunda meditación de las Meditaciones Metafísicas. Tras la reducción que conlleva la duda metodológica se evidencia un mundo tachado, del que se sabe eso, la tachadura. Alguien, el yo, es capaz de ver que ya no ve. El primer ver, el videor, se pronuncia sobre lo que ya no ve, el videre. Esta capacidad de ver, lo que veo o no, es denominada por Descartes alma, vida si se quiere. Es la primera vez, afirma con rotundidad Henry, que al ojo le antecede un poder que hace posible su función, que vea. Es el poder que permite captar, intuir, conocer el mundo. Y ese poder constituye un yo, es el ser del yo. Es un yo todo él trascendental.
¿Tiene ese ser un contenido o se trata solo de una forma, como será en Kant, donde por esto mismo no se puede hablar de ser del ego? ¿Plantea Descartes en algún momento cuál pueda ser ese ámbito de realidad, ese aparecer? En el célebre artículo 26 de Las Pasiones del alma, establece que ya me encuentre en vigilia o en sueño no es posible dudar de sentir una emoción, no me es posible soñar con algo estando triste y que realmente no lo esté. Sobre lo soñado no cabe diferencia entre estar despierto o dormido, por tanto es objeto de suspensión, mientras que en el afecto (mejor la afectividad) con el que lo siento no cabe diferencia. Se trata, en definitiva, de una realidad anterior, heterogénea de los actos de conciencia. La afectividad constituye el ser del yo, un ámbito de inmanencia que se capta inmediatamente y en el que no cabe epojé. Es el que me permite la reducción de todo lo demás. Descartes entiende aquí por idea la forma de todo conocimiento. Tiene, por tanto, un carácter previo, posibilitador y heterogéneo respecto de la representación. Se trata de la realidad material de la idea, que distingue de la realidad formal y, sobre todo, de la objetiva, ya en la tercera meditación.
La realidad material es el alma misma, su fenomenicidad propia, idéntica a su ser. La realidad formal se confunde con la material; es, en todo caso, la determinación, la especificidad de ésta; no obstante, son ontológicamente homogéneas: es la determinación de la indeterminación con que se da. La realidad objetiva, por contra, se refiere al objeto al que representa, al mundo objetivable, a otro ámbito de fenomenicidad, el del fuera de sí. Es en esta tercera meditación donde de modo inexplicable se abandona la acepción material de la idea (su ser) en detrimento del carácter objetivo. La subjetividad misma queda relegada a la objetividad del mundo, el cogito se ve reducido al cogitatum, que pasa a ser el tema del análisis. Un único aparecer se contempla así; desde ahora el cogito es el nombre del aparecer del cogitatum, lo que hace del cogitatum un cogitatum.
El saber absoluto que suponía el alma como aparecer inmanente se sustituye por el saber de la ciencia, el de la objetividad del mundo, por la estructura ekstática de la fenomenicidad. Ahora el método es el instrumento. Este giro ruinoso, esta anfibología, se observa también en los Principios de la Filosofía, a lo largo de los parágrafos 29 a 66. Si en el 29 se asume que la única luz, que proporciona Dios, que inunda todo lo visto, es la del ékstasis, en el 39 y 41 se plantean ciertas ideas (la sensación, la voluntad, el sentimiento, la libertad) que no tienen realidad objetiva, que se aperciben internamente, que dan muestra de otro tipo de revelación. Así, penosamente, se consuma el olvido del comienzo y su pérdida.
Dado que lo primero a lo que atendemos, desde la conciencia natural, es a lo dado bajo la luz, es decir el mundo, el territorio fértil propio de la ciencia (que avanza con éxito a pasos de gigante con su temible y alienador aliado, la técnica) lo que se oculta, lo que corresponde a la noche, lo genuinamente humano, la vida, queda relegado a otra cosa que conocimiento, monopolio ahora del ékstasis. Sólo habrá un ámbito de fenomenicidad, el del mundo, lo otro será la oscuridad, lo inconsciente, con la terrible significación que ello conlleva: la vida queda ocultada (no representa realidad autónoma alguna) y, en todo caso, conocida cuando sea capaz de someterse a un poder que no le corresponde, el de la luz. La inmediatez de la interioridad queda supeditada (subsumida) a lo mediato de la exterioridad.
La incertidumbre del yo se abre paso. ¡Tan lejos, tan cerca!, como reza el título de la película de Wim Wenders, segunda parte de la maravillosa obra El cielo sobre Berlín. Pero no existe una oposición irreductible entre consciente (luz del mundo) e inconsciente (noche de la vida). La oposición real se da entre ambos (consciente e inconsciente) y la vida, entre dos modos de fenomenicidad; tesis infinita alumbrada por Descartes pero sorprendentemente abandonada. Así, el inconsciente, que puede salir a la luz mediante el recuerdo, desde la profundidad de la memoria o mediante estrategias psicoanalíticas, si es el caso, no equivale en ningún caso a la vida entendida aquí.
La vida no puede nunca salir a la luz, le corresponde la noche, es su ámbito de ser, no es un contenido susceptible de aparecer, es el aparecer mismo que se da permanentemente.
Pero, ¿por qué esa anfibología? ¿O se trató de un giro premeditado por razones teológicas o estrictamente filosóficas, como la influencia de la filosofía escolástica en el pensamiento de Descartes (de la que paradójicamente no quería saber nada) concretamente la significación exclusiva de la idea como realidad objetiva? Cuestión que merece un desarrollo, quizá, ulterior pero que en nada afecta el desarrollo de este trabajo.