24/1/2022
Vida, pasión y muerte del Estado mexicano
Juan Gundisalvo
En México, el modelo de Estado moderno, base y telón de fondo del desarrollo humano, científico y tecnológico de los últimos siglos, está agotado

 

“Somos los Estados Unidos de América, la tierra de los libres y el hogar de los valientes, líderes del mundo libre. Construimos un régimen democrático y republicano y estamos luchando por extenderlo por todo el mundo”. Esta es una de las narrativas más exitosas de la historia.

Los grupos de menos de 150 personas permiten la cooperación, pues cada uno de sus miembros conoce a todos los demás.1 Sin embargo, para cooperar en grupos más grandes – es decir, para llegar a acuerdos con extraños – hace falta un relato que explique quiénes somos y qué finalidad busca el grupo. Así como los Estados Unidos, en los últimos 200 años la casi totalidad de los países y regiones han utilizado la narrativa estatal para organizarse.

Esta narrativa crea un mito de un pueblo homogéneo, con una cultura y una lengua única a lo largo de un territorio con fronteras bien definidas. Para gobernar ese territorio sus habitantes eligen a sus representantes.

La idea y la identidad del estado también se apoya en símbolos: el escudo nacional, la bandera, el himno, los edificios icónicos, los monumentos, la selección de fútbol y el equipo olímpico.

El estado significa un ámbito de solidaridad que define un “nosotros” y un “ellos”, o dicho en mexicano, se distingue al “soldado en cada hijo” del “extraño enemigo” del himno nacional.2 

El estado moderno ha sido la base y el telón de fondo de un desarrollo humano, científico y tecnológico sin precedentes en la historia de la humanidad. Pero en México, dicho modelo se ha agotado. No nos damos cuenta aún porque la historia no cambia de un momento a otro sino por un proceso extendido de disolución gradual y construcción lenta. Sin embargo, no me queda la menor duda de que las nuevas generaciones que nacieron en territorio mexicano ya entrado el siglo XXI, no serán mexicanos. No en el sentido en el que nosotros -los integrantes de generaciones anteriores- lo fuimos.


México consolidó un sistema político nacional desde Porfirio Díaz. Fue el general Díaz el que logró mantener la unidad territorial con base en arreglos personales. Antes podríamos decir que sólo hubo estado mexicano en la imaginación de algunos de sus líderes.

Durante todo el XIX, lo que hoy es México fue un polvorín de levantamientos, cuartelazos y rebeliones. Era, en todo caso, un conjunto de buenos deseos. Díaz lo volvió realidad, pero Díaz cayó y fue desterrado.3

No obstante el Porfiriato, dejó un mapa de ruta que seguiría el régimen de la Revolución y que, a partir de Lázaro Cárdenas se institucionalizaría.

El Partido Revolucionario Institucional (PRI) no fue un partido en el sentido clásico del término, fue en realidad un componente esencial del estado mexicano.

La oposición el Partido Acción Nacional (PAN) y los partidos comunistas que poco a poco se fueron incorporando al sistema político, funcionaban en la lógica de un partido único que representaba y controlaba todos y cada uno de los recursos estatales e informales y tenía una dispersión territorial inigualable. Controlaba lo mismo la economía; la empresa; las organizaciones sindicales, agrarias y sociales; las gobernaturas y congresos federal y locales y los municipios.

El PRI controlaba los medios de comunicación y hasta el crimen organizado (de forma directa o indirecta).


El sistema "priista" funcionaba gracias a reglas que fomentaban la lealtad y la obediencia.4 Lo han comparado con una fila en la que había que formarse para obtener el proverbial “hueso” (el premio político). El hueso podía ser grande o pequeño: una secretaría de estado o una embajada en un país latinoamericano, pero nadie se peleaba por lo que le tocara.

El sistema garantizaba que hubiera premios para la paciencia y la lealtad. Al mismo tiempo, los jefes máximos -los presidentes de la república- tenían la prohibición absoluta de reelegirse en el cargo y cumplían con fidelidad la regla no escrita de retirarse a la irrelevancia política cada seis años.

Todo el sistema "priista" se basaba en la ambición personal. Todo el estado mexicano real (no el ideal, descrito en la constitución y las leyes) se basaba en esa misma ambición. Mientras la expectativa de la recompensa en forma de un puesto, una plaza, un “hueso”, tuviera visos de cumplimiento, el sistema funcionó de maravilla. ¿Querías ser poderoso?, fórmate en la fila; ¿querías ser rico?, fórmate en la fila; ¿querías prestigio científico, artístico o profesional?, fórmate en la fila. Todos los ámbitos sociales, hasta el arte y la cultura, estaban de alguna forma coreografiados y relacionados con aquella estructura priista de poder. México era el sistema del PRI-Gobierno (el PRI-Sociedad)… hasta que dejó de serlo.


Un análisis de la historia reciente de lo que fue México diría que el sistema priista se agotó por sus contradicciones internas. Y puede que tenga razón. El PRI no fue un mecanismo que producía innovación, arte nuevo, organización pública eficiente ni productividad. Era un sistema profundamente extractivo, en el sentido de que repartió lo que ya había y “nadó de muertito” durante buena parte del siglo XX. No hay que quitarle mérito. El sistema del PRI, el estado moderno mexicano, tuvo el buen tino de dotar a la sociedad de expectativas realistas, de modo que había reglas -escritas o no escritas-, conocidas por todos y cuyo cumplimiento tenía recompensas. En este sentido, fue una solución autóctona para construir certeza y paz social. No lo justifico, pero de que tuvo algunos beneficios, los tuvo.


A partir de 1997, algo se partió en el estado mexicano y éste dejó definitivamente de funcionar. Lo que hemos visto desde entonces es una descomposición lenta. Así como una prenda de vestir dejada a la intemperie va perdiendo sus cualidades hasta ser parte de la tierra que la rodea, así también el estado mexicano pervive desintegrándose desde hace un cuarto de siglo. El control territorial que mantuvo el gobierno sobre buena parte del país durante el siglo XX terminó. El PRI habilitaba dicho control político y social, así que cuando éste partido perdió relevancia, se llevó también en su estela a todo el estado mexicano.


México se acabó en 1997, solo que no hemos caido en cuenta. En ese año, el viejo sistema priista dejó definitivamente de operar. El presidente ya había perdido el control del poder judicial federal. En ese año perdió también la jefatura de gobierno de la Ciudad de México y la mayoría en el congreso. Tres años más tarde, en el 2000, el PRI perdió la presidencia de la república. Lo que muchos vimos como alternancia, fue en realidad un hundimiento. A la manera del imperio romano de occidente, quedaron los odres viejos, los cascarones que solo servían para referencia del entendido. A partir de ese momento, el presidente dejó de ser referente personal de toda la vida pública. Los gobernadores y los ediles municipales comenzaron a tener espacio para la iniciativa propia (para bien y para mal), sin saber muy bien qué hacer con sus nuevas prerrogativas. Las dinámicas social, científica, cultural, artística y profesional se desarticularon del sistema político. Buena parte de la burocracia buscó la profesionalización y la estructura con base al mérito. Los objetivos del sistema fueron múltiples y ya no solo la ambición personal. Los empresarios comenzaron a competir por el mercado nacional y el internacional sin depender de las ayudas gubernamentales. El crimen organizado se salió de quicio.5 

Hay quienes siguen ilusionados con una vuelta al pasado. En su imaginación, se trata de un pasado glorioso populista de los 1970, o bien un pasado igual de glorioso revolucionario de los 1960 o neoliberal, del corto periodo de los 1980 hasta 1994. Su atención, por tanto, sigue fija en los cascarones institucionales que aún perviven: las elecciones, los congresos, las gobernaturas y el gobierno federal.

Todos ellos menguantes, sin que tengan la capacidad organizativa, financiera ni la legitimidad para volver a cumplir con sus objetivos. Al mismo tiempo, los actores relevantes hacen lo que quieren. No solo el crimen organizado, también los agentes legítimos económicos y muchos ciudadanos que viven en la informalidad tienen amplio margen de maniobra.

El estado (la ley, la justicia, el orden, la prevención, etc) brilla por sus luces o se vuelve profundamente selectivo en su actuar.

El estado mexicano colapsa desde hace un cuarto de siglo. Una imaginación apocalíptica podría haberse planteado que su desaparición sería estrepitosa y explosiva. Pero el modo catastrófico no es la única manera de desaparecer. En cambio, el estado en México mengua de forma gradual, pierde aquél territorio, se vuelve obsoleto en tal ámbito, es rebasado en aquélla función. Más que un estallido visible, el aparato estatal se vuelve irrelevante. 

Alguno podría indicar que el estado al que me refiero era el que estaba vinculado con el PRI. Por tanto, sería posible reconstruir un estado moderno en México que no dependiera de la maquinaria "priista", sino que, en cambio, usara mecanismos legítimos y donde los derechos humanos y la ley imperaran, garantizando plenas libertades.

Estoy convencido que muchos actores que participaron y participan en los gobiernos posteriores a 1997, estaban y están de buena fe convencidos de esta alternativa. Sin embargo, considero imposible en este punto tratar de reconstruir el estado mexicano, es decir, utilizar las estructuras organizacionales y políticas que el PRI creó y utilizó para ejercer un cambio sustantivo y en la dirección correcta. Aunque este cambio pudiera darse (lo que considero improbable) es tal el costo y esfuerzo que implica que veo más conveniente construir nuevas estructuras políticas y sociales alternas e incluso complementarias. La reversa no es opción, porque tampoco, para seguir con la analogía, el autobús en el que viajamos tiene un buen motor. 


Para reconocer caminos alternativos al estado hay que desprenderse de los modelos conceptuales de éste, tan queridos para tantos de nosotros. Es necesario olvidarnos por un momento de las leyes, legislaturas, elecciones representativas, presupuestos, administraciones públicas, propaganda gubernamental, autorizaciones, permisos, licencias y sentencias. Pareciera que conocer lo que pasa en estas instancias es importante, pero no se trata más que de una ilusión. Somos hijos del estado y nos parece incómodo -por decir lo menos– siquiera imaginarnos una forma de organizar la convivencia social, distinta a la vigente en los últimos 200 años. Pero han existido otras muchas formas de organizar sociedades y, sin duda, es urgente hallar alternativas para la actualidad. 


Al repensar la organización política debemos evitar caer en otra tentación moderna: la del diseño utópico.

La modernidad nos empuja a imaginar en abstractas sociedades, a raíz de categorías apriorísticas debemos resistir la pulsión. Más que diseñar de la nada, es necesario explicar los fenómenos actuales. De entre las posibles explicaciones debemos elegir las que nos ayuden a construir, en concreto, instituciones sociales para el actual florecimiento humano.

No sé por ahora qué tipo de modelos está produciendo nuestra época actual, pero sí identifico los retos que enfrentan y que ayudarán a concluir su éxito o fracaso.

Se me ocurren algunas coordenadas iniciales para un sistema político alternativo al estado.

Primero que nada, las realidades actuales no permiten un control homogéneo ni total sobre un territorio determinado; o es que el territorio deje de ser relevante para la vida política pero cada vez son menos las funciones atadas a lo geográfico (por ejemplo, los servicios financieros, la apertura de sociedades mercantiles, la membresía a un país, el modelo educativo, el teletrabajo, etc., pueden ser extraterritoriales). Además, muchos problemas deben solucionarse en definitiva, de mejor manera y más rápido en instancias más inmediatas y locales.

En segundo término, el nuevo modelo político ya no puede pretender centralizar ni controlar el acceso a los servicios públicos, pues existen tecnologías que los habilitan sin necesidad de la intervención de alguna burocracia estatal (pienso en el internet satelital, los “microgrids” eléctricos, la notarización y certificación criptográfica descentralizada y el Bitcoin, por ejemplo).

En tercer lugar, un nuevo paradigma político y social debe estar abierto a la diversidad cultural, lingüística y, más relevante aun, jurídica. Al mismo tiempo que detalla las reglas básicas de cada comunidad – sin las cuales es imposible la vida cotidiana, pero que, probablemente sean diferentes según cada ámbito o contexto –, debe el nuevo modelo fundarse en ciertos derechos fundamentales, sin intentar monopolizar ni controlar la vida comunitaria, y dejando espacio de maniobra para la libertad y responsabilidad individual.

Finalmente, el modelo político que surja como alternativa debe habilitar la sustentabilidad. Hay algo sospechoso detrás de los edificios que nadie quiere, de los monumentos y estatuas que nadie valora, de las casas donde nadie quiere vivir, del dinero tirado a la basura, de los hospitales abandonados, de la carreteras sin posibilidad de mantenimiento, de los estímulos fiscales y de algunas becas. En su centralismo y lejanía, quizá el estado ha decidido destinar recursos a proyectos teóricamente valiosos, pero que serían inviables sin el aparato y el presupuesto públicos.


Como regla de dedo, creo que algo es valioso y sustentable cuando quien dota los recursos “se juega el pellejo” con el éxito o fracaso de la actividad que financia. 


Una última característica, propia de la hoja de ruta para lograr comunidades políticas fuertes en estos tiempos posestatales, es un conocimiento y habilidad para lidiar con el derecho y la acción estatal. A veces, basta construir en los márgenes del estado, ahí donde éste no llega, ni regula, ni tiene interés alguno. Sin embargo, los modelos alternativos al estado deben también construirse en competencia con las estructuras del mismo, lo que se puede percibir como una invasión de facultades. Por ello, es ahí donde el riesgo de una eventual y repentina acción represiva estatal es real. 


Aunque el estado mexicano se encoge, aun existen muchas de sus organizaciones y mecanismos vigentes. Es imposible, por ejemplo, construir un aeropuerto o conectarse a la red eléctrica sin la respectiva autorización estatal. Por tanto, es probable que éste reclame con fuerza su jurisdicción, de vez en cuando y de forma selectiva cuando vea su dominio amenazado. 


La buena noticia es que es posible negociar con el estado de manera legítima. Por un lado, existen grupos de presión (o “lobby”) que permiten influir en el diseño de leyes y políticas públicas estatales.

En cambio, el mismo estado mexicano tiene mecanismos confiables para limitarlo. En este sentido, el poder judicial de la federación es un recurso esencial y valioso para reclamar competencias locales, de la misma forma, el juicio de amparo puede crear espacios de verdadera libertad.

Por último, es probable que sea necesario utilizar los servicios de nicho que provee el gobierno (pasaportes, vías de comunicación, regulación sectorial, etc.) y se debe cuidar no caer en supuestos prohibidos y penados por el sistema jurídico mexicano (por muy legítimos que parezcan para los no iniciados). En este sentido, se requiere de un tipo peculiar de jurista con suficiente conocimiento, experiencia e imaginación para lograr con éxito espacios de libertad al margen o bajo la sombra del estado que colapsa. Finalmente, se puede votar con los pies, migrando física o virtualmente a otras jurisdicciones más interesantes.


El estado que conocíamos desaparece un poco más cada día. Atar la solución de nuestros problemas sociales a un modelo en ocaso es contraproducente. En cambio, aceptar que el estado mexicano y sus mecanismos no son ya opción constructiva permite dedicar tiempo, energía y recursos valiosos para resolver dichos problemas, en vez de seguir gastando alma, vida y corazón en dar respiración artificial a una estructura inviable e ineficiente. México como cultura e identidad seguirá siendo vigente, no tengo duda. Pero México como aparato jurídico y gubernamental ha dejado de resolver nuestras necesidades. ¿Qué sigue? Ahí está la cuestión.




1 El número de 150 personas surge de los estudios del antropólogo británico Robin Dunbar y se conoce, por ello, como el número Dunbar. Una búsqueda en internet y una lectura del artículo en Wikipedia dan más información.

2 Estas notas generales se explican mucho mejor por Ernst Cassirer en “El Mito del Estado”, Fondo de Cultura Económica, 2021.

3 Para todo el período del Porfiriato, sugiero leer la obra de Francois-Xavier Guerra, “México, Del Antiguo Régimen a la Revolución”, Fondo de Cultura Económica, 1988.

4 Como referencia para adentrarse al siglo XX político en México sugiero leer a Daniel Cossío Villegas en “El sistema político mexicano”, Joaquín Mortiz, 1976.

5 Para entender el papel político del narcotráfico en México durante el último siglo, recomiendo la lectura de “The Dope: The Real History of the Mexican Drug Trade” de Benjamin T Smith, Norton, 2021. 


Juan Gundisalvo
Sociólogo
Flaneur y observador de la realidad social. Está convencido de que los problemas políticos y sociales solo pueden solucionarse desde la cercanía de lo local y lo pequeño y nunca por élites desde un escritorio lejano.
Otras entradas del autor
No hay más entadas.