Véase también: Primera Parte.
3. Al mismo tiempo, la familia matrimonial encuentra un profundo significado a sus esfuerzos económicos, en sentido amplio, al momento de plantearse en serio la posibilidad de la paternidad y la maternidad, enraizada en su entrega sexual, la cual revela su tercera responsabilidad: la determinación de la fecundidad [12]. Es sabido que muy diversas culturas han dado al matrimonio un cierto carácter institucional, con profundo sentido ritual y religioso [13], apuntalando hacia lo permanente y estable, expresando su más grande potestad civilizatoria: la libre posibilidad de tener hijos y educarlos [14]. En ese sentido, los padres de familia han de asumir la vida del hijo o los hijos que ellos deseen tener, acompañada de la posibilidad de unir a dos familias distintas, generando una codependencia y corresponsabilidad en el cuidado y la educación de las nuevas generaciones, desde una óptica intergeneracional e intrafamiliar. Dicho de otro modo: ¿Quién cuidará del hijo? ¿Quién se encargará de administrar los frutos del trabajo productivo entre aquellos que no son aptos de autogestionarse? Las relaciones de parentesco, lo propio de la paternidad y la maternidad, generan funciones irrenunciables a fin de sanar, educar, y proteger principalmente (aunque no exclusivamente) a sus propios hijos, de tal modo que éstos aspiren con el tiempo a encargarse de su propia vida, para luego aspirar a formar sus propias familias, acompañados de la sabiduría de su tradición familiar. La aceptación de estas funciones es encomendada de generación en generación, siendo cada hijo el “continente” de cierto repositorio cultural, confiado por sus padres y por sus abuelos, tíos y primos, con vistas que éste sea asumido, retado y, posiblemente con el tiempo, mejorado. Este repositorio cultural ha de recordar a los hijos la responsabilidad que ellos mismos han de asumir al momento que engendrar y educar, cuando llegue el momento, a sus propios hijos [15].
4. Asimismo, la familia matrimonial que aspira a vivir en un hogar “funcional” no podrá prescindir de una cierta estructura de gobierno doméstico. Ésta ha de operar de modo simple desde la autoridad de los padres y de su interés compartido por asumir la cuarta responsabilidad: la educación de los hijos. El orden social y cívico, así como el resto de las fidelidades societarias e institucionales, se han de subordinar a la mediación de esta estructura familiar y doméstica, la cual ostenta la obligación y la potestad natural de transmitir a sus miembros la espiritualidad habitual de su propia familia; las costumbres y el folklore que allí se viven; las habilidades prácticas necesarias para transmitir su mismo modo de vivir a su futura familia; los conocimientos adquiridos, teóricos y prácticos, para posteriormente enfrentar los retos de la sociedad comercial y móvil. Otras instancias intermediarias, por ejemplo, los colegios, guarderías, centros de estimulación temprana, hospitales, e incluso la universidad, pueden ser exitosas en la medida que son subcontratadas por las mismas familias (pero no de modo obligatorio o permanente) para complementar el desarrollo de sus hijos, pero nunca podrán ser un sustituto de dicho espíritu [16]. La educación de los hijos, sólidamente fundamentada y asumida, encuentra su vértice en el hogar familiar, en el que los padres transmiten a la siguiente generación su visión de la vida, sus valores, sus virtudes y sus habilidades.
5. Finalmente, la familia matrimonial establece, de modo más externo, una quinta responsabilidad: el cuidado de sus miembros, quienes pueden ser considerados extra-domésticos. Como ya se ha dicho, padres y madres de familia ofrecen la función cívica de engendrar y educar nuevos miembros de una misma comunidad, es decir de un entorno habitual concreto. En él, los miembros de la misma familia aspirarán en su conjunto a ser humanizados (y humanizar) desde sus propios hogares, escuelas, centros de recreación, universidad, empresas, iglesias, entre otras cosas. En efecto, parte del proceso de educación del infante implica necesariamente ser miembro activo, en sentido análogo, de una comunidad, una etnia, una nación, de un pueblo con pasado propio, con historiografías compartidas. Es de esperar que aquellos infantes que sean criados en todos estos estratos socio-familiares de modo armónico tenderán a ser más saludables, más capaces, más trabajadores y honestos, más dados a la cooperación. Adquirirán las habilidades prácticas y sus respectivos conocimientos con un fuerte sentido comunitario, siendo menos propensos a la violencia, al abuso y a comportamientos autodestructivos. Como tal, cada familia representará la renovación de su propia comunidad, a través de la promesa que conlleva la procreación de nuevos miembros responsables de la misma. Quizás esta sea la razón por la cual toda sociedad sana ha de invertir lo suficiente (tiempo, talento, recurso) en cada “ceremonia de paso”, según edad y según sexo, en cada etapa de la madurez del infante. El mismo matrimonio como ceremonia civil (y religiosa) es un claro símbolo de esta necesidad de mantener la unidad de la comunidad [17].
El hogar familiar, contrario a lo que la cultura posmoderna promueve sin descanso, no es un espacio de “entrada por salida” que se autogestiona de modo siniestro o mágico, sino que posee un valor del más alto nivel, digno de ser promovido como máximo parámetro de reconstrucción social y cultural. El hogar familiar es en verdad un auténtico taller de humanización, de modelación humana, y renunciar a él implicaría aceptar que la “sociedad” –concepto ciertamente abstracto– es superior en esencia. Pero esto no es así. Sin hogares familiares gestionados por el amor del padre y la madre que allí se han “instalado”, la sociedad en general va perdiendo su propia consistencia, como ya se está viendo.
[12] Wojtyla, K.: Amor y responsabilidad…, pp. 57-87; Scola, A.: The nuptial mystery. Cambridge: Eerdmans, 2005, p. 44.
[13] Zimmerman, C. C.: Family and civilization…, pp. 257-260.
[14] Hurtado, R.: Reflexiones sobre el trabajo en el hogar y la vida familiar. Pamplona: EUNSA, 2006, pp. 58-63.
[15] Pérez-Soba, J. J.: “El misterio del amor según Karol Wojtyla;” en Burgos, J. M. (ed.): La Filosofía Personalista de Karol Wojtyla. Madrid: Palabra, 2007, pp. 85-86.
[16] Véase Robertson, B. C.: Day care deception. What the child care establishment isn´t telling us. San Francisco: Encounter, 2003.
[17] Véase Wojtyla, K.: “La propedéutica del sacramento del matrimonio;” en El Don del Amor. Madrid: Palabra, 2003, pp. 101-127.