¿Qué consejo de sentido común cabe ofrecer a quien comience su andadura filosófica –máxime a quien desee leer la de Leonardo Polo–? Que puede usar los métodos de la filosofías recientes que quiera (fenomenología, analítica, hermenéutica, pragmatismo, postmodernidad…) siempre que las palabras le lleven a descubrir cada vez más el fondo de lo real y lo real de más fondo.
El hombre no crece hacia afuera, hablando cada vez más, sino hacia adentro, callando para pensar cada vez más, y crece más en la intimidad cuando acalla la razón para desarrollar el conocer personal (la razón no es la persona sino de ella).
Las filosofías al uso son objetivantes, porque se pliegan a los objetos pensados. La pregunta para ellas es: ¿cómo se puede conocer objetivamente, según objeto pensado, lo que no se puede objetivar, lo que no se puede abstraer? Respuesta: de ninguna manera. ¿Qué es lo que no se puede abstraer? Obviamente lo inmaterial, en cuya cúspide está la persona: ni la persona se conoce hablando ni pensando, ni la persona es persona porque hable o piense, sino que habla y piensa porque es persona, ya que ‘el obrar sigue al ser’. La persona se conoce a su nivel: personalmente.
Dios, la persona humana o ‘acto de ser’ personal libre, cognoscente y amante, su ‘esencia’ racional y volitiva, el ‘acto de ser’ del universo físico y la plural riqueza causal de su ‘esencia’, las bases de la ética, las superiores de las cuales son las virtudes, la diversidad esplendorosa de niveles del conocimiento humano, la índole de la razón, la de la voluntad… ¿Qué ha sido de estos ancestrales tesoros descubiertos por la filosofía clásica en las filosofías ad hoc? Dios apenas tiene cabida a menos que sea en una fe que no es filosófica y tampoco sobrenatural. La intimidad humana ha desaparecido del horizonte. El acto de ser del universo queda ignoto. Las bases de la ética ni siquiera comparecen como pregunta. Los actos y los hábitos del conocer humano no tienen cabida.
Las filosofías recientes han perdido las piezas clave de la filosofía clásica por polarizarse en los objetos pensados; han elegido lo inferior a costa de olvidar lo superior: un voto de pobreza para el saber humano. ¿Estamos ante una ganancia o ante un retroceso?, ¿para qué dedicarse a verdades pequeñas si esto conlleva perder las grandes? Este modo de proceder parece volar intelectualmente bajo y corto y tiende a la múltiple esclerosis del saber.
El conocer es humilde, porque se agota presentando lo conocido sin presentarse él jamás. El lenguaje, como manifestación sensible del pensamiento que es, debería seguir su patrón: hablar de las demás realidades sin hablar de sí. Pero las corrientes de pensamiento actuales han centrado su atención en el lenguaje y éste se ha vuelto autorreferencial; entonces no habla de lo superior ni de lo inferior sino de sí. Pero así se vuelve carente de fundamentación. Si la filosofía es el crecimiento del saber humano, estas ‘filosofías’ parecen su involución.
‘Saber hablar’, pues si no se sabe no se habla. ‘Hablar saber’ es –hasta lingüísticamente– un disparate. Se sabe fácil qué es hablar, qué es el lenguaje. Pero siempre se habla deficitariamente del pensamiento. Ser personal, pensar, hablar: ese es el orden de prioridad y de importancia. Si no se es persona, no se piensa; si no se piensa, no se habla. Cabe ser persona sin pensar y cabe pensar sin hablar. Lo que no cabe es saber hablar sin pensar y sin ser persona. La persona humana no es lenguaje y no es pensar, sino que piensa y habla porque es persona. El ‘ser’ dicho no es el ‘ser’ del pensar; el ‘ser’ del pensar no es el ‘acto de ser’ personal.
El ‘acto de ser’ personal es realmente distinto, por superior, al pensar y al hablar, pues éstos son dimensiones de la ‘esencia’ del hombre, y la distinción real acto de ser-esencia es jerárquica –de lo contrario no sería real, sino lógica–. Pero si su pensar y su hablar denotan conocer, la persona es más conocer que ellos, pues éstos dependen de ella (aquí, más que decir que ‘de donde no hay no cabe sacar’, habría que decir que ‘de donde no es no hay’). Y si pensar y hablar son referentes, la persona es más referente que ellos. La referencia del lenguaje no es el lenguaje, sino lo inferior a él; la referencia del pensar no es el pensar, sino lo inferior a él. La referencia de la persona humana no es la persona humana, ni lo inferior a ella, sino la pluralidad personal divina, justo lo superior a ella.
Los sentidos remiten en particular. El lenguaje remite en universal porque depende del pensamiento, que remite en universal. El pensar remite en universal porque la persona remite trascendentalmente. ‘Trascendental’ aquí significa que una persona sola es imposible. La persona no remite en universal, porque no existen dos personas iguales. Por tanto, más que gana el pensar sobre los sentidos –lo universal sobre particular–, gana la persona sobre el pensar. El remitir del lenguaje y del pensar es universal y lo universal es común; el remitir de la persona es distinto por pluripersonal. El acto de ser personal humano no puede remitir a una única persona, sino a pluralidad de ellas realmente distintas.
Si las filosofías vigentes se convierten en el intento de materializar el pensamiento, que es inmaterial, tras olvidar el ser personal, que es espiritual, hay que proceder justo a la inversa: mejorar la realidad física hablando, porque así se eleva lo natural (la rosa está mejor en un poema que en el rosal del jardín); a la par, hay que mejorar el lenguaje convencional pensando, porque así se eleva el lenguaje (lo pensado siempre está mejor en el pensar que en lo dicho); a la vez, hay que mejorar el pensar de cada razón humana en orden al sentido personal de cada quien (el sentido personal está mejor en la intimidad que tal como lo entiende la razón); y hay que mejorar el sentido personal en orden a Dios (el sentido personal de cada quién está mejor en Dios que en cada quién); por eso es más persona quien más manifiesta a Dios (no quien más habla de, o piensa en, Dios); es más persona humana quien más lleva a los demás a las personas divinas, de modo que los demás no se queden en ella. Si el lenguaje no está hecho para hablar de sí, ni el pensar lo activamos para que piense en sí, es porque la persona humana no es para sí.
Después de los problemas a que han sometido a la filosofía las recientes escuelas de pensamiento, centrándose en el lenguaje e intentando con él desatar los nudos que ellas mismas le ha puesto (dicho sea de paso, al mucho lenguaje y al poco pensamiento empleados), cabe indicar que hablar por hablar está de más, pues si el lenguaje no sirve para pensar, mejor es callar. A la par, si el pensar no lleva al ser personal, mejor es no pensar. Y si el ser personal humano no lleva al Dios pluripersonal (en rigor, si conduce a la despersonalización), mejor es no haber sido persona.
Si la clave de los lenguajes convencionales es la elipsis, o sea, significar más con menos signos, y la clave del pensamiento (como advirtió Aristóteles) es la síntesis, o sea, aglutinar más pensamientos con menos asuntos pensados, ¿cuál es la clave del ‘lenguaje personal’? El remitir cada vez más –las personas creadas son irrestrictamente crecientes y elevables–, sin hacerse notar –la humildad es personal, no una virtud de la voluntad, pues es transparencia–, a las personas divinas. ¿Y la clave de éstas? Remitir enteramente entre sí, ser pura referencia de cada una a las demás.
Los pensamientos no valen porque posibiliten más lenguaje; la persona no vale porque más hable o piense más. Lo que hay escrito en el mundo –lo hablado ya no está, salvo que se haya grabado– vale en la medida en que transmita superior pensamiento; los pensamientos que se han dado en el mundo valen en la medida en que manifiesten mayor sentido personal.
A quien sabe que lo más relevante es la búsqueda y encuentro del ‘nombre’ personal, conoce que los pensamientos y las palabras son secundarios. Pero si no secundan lo primero, sobran.