Entrevista realizada por: Juan Pablo Martínez Martínez
Hablamos con el doctor Luis Sánchez Navarro, Discípulo de los Corazones de Jesús y María, Miembro de la Asociación Bíblica Española (ABE), de la Associazione Ex-Alunni del Pontificio Instituto Bíblico de Roma (2003) y de la Asociación Bíblica Católica de América (CBA), acerca del modo en que los evangelios en particular y las Sagradas Escrituras en general nos proporcionan una determinada imagen del hombre.
1. En su obra “Un cuerpo pleno: Cristo y la personalidad corporativa en la Escritura”, usted propone una lectura en clave corporativa de la Sagrada Escritura. ¿Qué beneficios cree que puede aportar al creyente e incluso al no creyente esa clave interpretativa que usted defiende a la hora de acceder a las Sagradas Escrituras en general y a los evangelios en particular?
Creo que, para responder a esta pregunta, resulta interesante comunicar el modo en que surgió esta investigación. Hubo un momento, ya hace años, en el que me llamó la atención el hecho de que en la teología cristiana se habla de la Iglesia como cuerpo. Este dato me resultó bastante curioso: el hecho de que todos los cristianos forman parte de un mismo cuerpo. Eso es lo que afirma San Pablo en 1 Cor, 12 y de un modo algo distinto, en su Carta a los Efesios y a los Colosenses, a saber: que somos miembros de un mismo cuerpo, a pesar de que nuestra propia visión nos induzca muchas veces a pensar que en realidad es lo contrario. Pero ¿cómo entender eso?
Poco a poco me di cuenta de que esa concepción de la Iglesia como cuerpo no sólo se refiere a una cuestión intraeclesial- la reseñada por san Pablo-, sino que afecta de un modo más general al modo de entender al hombre en la Sagrada Escritura. Así, por medio de la reflexión y de la investigación, me topé con la categoría de personalidad corporativa. Ésta no se corresponde con una terminología bíblica, sino que nace del derecho. Aún así, mediante la analogía con las corporaciones humanas, ofrece una visión del hombre que, por así decirlo, no se reduce al individuo.
Por eso, me fascinó, ya que tiene algo de contracultural esta visión. Y ello debido a su vez a que la modernidad en cuanto tal se ha construido a partir de las nociones de individuo, de subjetividad. De hecho, su presupuesto central es que uno se realiza tanto más cuanto más libre o autónomo es o llega a ser. Y a mí siempre me ha dado la sensación de que lo que dice la Sagrada Escritura es justamente lo contrario. Y es así como decidí adoptar esta categoría de personalidad corporativa.
No obstante, la tarea que emprendí no fue la de conocer dicha categoría y aplicarla a la Sagrada Escritura de forma unilateral. Más bien, esta investigación se basó, en mi caso, en el hecho de percibir un enfoque antropológico inherente al sentido del texto bíblico, a saber: la dimensión comunitaria de la persona humana. Por lo tanto, se trató de una reflexión que en el fondo nacía de una preocupación de índole antropológica, pero que estaba en conformidad con la imagen global del hombre que nos presentan las Sagradas Escrituras.
¿Pero qué beneficios puede proporcionar la aplicación de esta categoría en la lectura de los textos bíblicos? Si algo me ha llamado la atención desde el principio y que me ha ido convenciendo cada vez más, es que la terminología “personalidad corporativa” (en sus diversas variantes, personalidad o solidaridad corporativa), como clave hermenéutica de la Sagrada Escritura, ilumina la experiencia. La identidad de cualquier ser humano, reflejada en su nombre y apellidos, sólo puede entenderse y desplegarse en un ámbito relacional: uno es hijo de su padre y de su madre. Esto último queda consignado en los apellidos. En este sentido, la mera convención de los apellidos nos está indicando que mi identidad no la creo yo. Mi identidad me viene dada, es relacional. Y ello viene confirmado por el hecho de que muchas veces incluso el nombre propio proviene de la familia, indicando con ello una relación que se ha querido y se quiere mantener.
A esta identidad relacional de la persona humana se ha opuesto el pensamiento moderno. Y ello porque la modernidad ha visto al hombre como individuo. Sin embargo, el cristianismo siempre lo ha visto como persona. He aquí la diferencia crucial. De hecho, ha sido el cristianismo el que ha desarrollado el concepto de persona. Y, para el cristianismo, la persona es relación. Eso quiere decir que cuando uno se desliga cada vez más de su familia, de sus propias tradiciones o de su propia comunidad, más se despersonaliza.
Y la experiencia nos confirma esto. La experiencia de la modernidad y de la postmodernidad nos ha arrojado como saldo una persona desarraigada totalmente manipulable. Entretanto, se puede constatar cómo las personas arraigadas exigen un respeto, una consideración a su forma de ver la vida. En este sentido, el individuo desvinculado se despersonaliza. Y ello no constituye sólo una cuestión moral, sino que supone de fondo una cuestión antropológica: somos relación. Yo, sin los demás, no soy nadie. Pasaría a ser un número. Eso es lo que el cristianismo aprendió de la concepción de un Dios Trinitario, concretada sobre todo en la distinción entre la persona y la naturaleza. Distinción que, por su parte, queda alumbrada en y desde la consideración de las personas divinas como relaciones subsistentes.
Es, por ello, que yo intento mostrar en mi libro, a partir de los datos de la Sagrada Escritura confrontados con la experiencia, que uno tanto más es persona, cuanto más sabe implicarse. Esto es, cuanto más acoge las relaciones que lo constituyen. A este respecto resulta muy interesante la figura de David. David, en la medida en que se identifica con el Pueblo (puesto que ésta es la tarea del Rey de Israel), realza más su singularidad.
Creo que esto nos ayuda a ejercer una rectificación sobre las premisas mayores de la modernidad. También nos invita a vivir en íntima consonancia con lo que realmente vivimos. A todo ello se añade la constatación, que no deja de resultar llamativa, de que en la Sagrada Escritura se empleen nombres personales pero a la vez colectivos para referirse a personajes concretos de la Biblia, como el de Adán (más allá de las dudas razonables acerca de su historicidad). Nótese que, en algunos casos, Adán significa “ser humano” y tiene también el sentido de “pertenecer a la tierra”, al provenir del término adama. Básicamente quiere decir Humanidad formada de la Tierra. En otros casos, adquiere un significado personal como cuando se dice que Adán conoció a Eva. La traducción griega de la Biblia, la Biblia de los LXX, es también testigo de esta duplicidad: a veces Adán es traducido por el término griego anthropos y otras veces simplemente por Adán. Ahí uno llega a percibir con claridad que Adán es la humanidad y a la vez es el padre, el padre de la humanidad. Aquel que, en cierto modo, incorpora en sí mismo a toda la humanidad. También el nombre de Abraham da cuenta de esta realidad. El nombre Abraham significa “padre de una multitud”.
Es interesante a este respecto el pasaje de la Carta a los Hebreos en el que se habla del encuentro entre Abraham y Melquisedec en Gen 14. Al autor de la carta a los Hebreos le interesa manifestar que el sacerdocio de Melquisedec es anterior y superior al de Leví. Leví, que es hijo de Isaac pero , a su vez, de Jacob y a su vez de Abraham, es el padre de unas de las doce tribus del Pueblo de Israel, tribu de la que desciende el sacerdocio real en Israel. En este sentido, el redactor de la Carta a los Hebreos pretende mostrar que Jesús es sacerdote de una forma nueva, distinta, pero que en cierto modo conecta con el sacerdocio de Melquisedec. En Hb 7, 6-7, se dice que Abraham le pagó el diezmo a Melquisedec y Melquisedec bendijo a Abraham. Y el inferior pagaba el diezmo al superior. Luego, Abraham reconoció a Melquisedec como superior. Y más adelante, en el versículo 9, se señala que hasta el mismo Leví, que percibe los diezmos, los pagó a Melquisedec en la persona de Abraham, pues estaba ya en las entrañas de su antepasado. Esta es la lógica de su concepción relacional de persona. Para la revelación bíblica y el pueblo judío en concreto, llega a resultar hasta un dato evidente. Aunque es verdad que tenían esta visión de que el varón engendra poniendo su semilla en la mujer, de modo que en el varón en potencia está el hijo y, por lo tanto, los descendientes. Pero no, por ello, deja de resultar curioso ver cómo para el autor de la Carta a los Hebreos, Leví ya estaba de alguna manera en Abraham y éste en Jesús (si seguimos la lógica de la revelación cristiana).
En suma, esta visión corporativa en la Sagrada Escritura no sólo se da a nivel sincrónico, sino también a nivel diacrónico. Por lo tanto, estamos unidos con nuestros predecesores, nuestros ancestros y estamos unidos también por y con los que van a venir, dado que formamos parte de una misma humanidad. Esto es algo en lo que Ratzinger insiste mucho cuando habla de la Iglesia. La Iglesia no es solamente una catolicidad sincrónica, de modo tal que si ahora todos nos pusiéramos de acuerdo, podríamos decidir sobre determinados temas que afectan a la moral y al dogma de un modo unilateral. Ello sería así si la Iglesia fuera una universalidad solamente sincrónica, pero de hecho no es así. Por eso, no tengo derecho a semejante decisión, porque estoy viviendo de una misma realidad que han vivido otros y que otros vivirán. Por lo tanto, ésa es una visión corporativa, la que defiende Ratzinger: aquella que preconiza que formamos parte de una unidad que, por así decirlo, nos permite tener nuestra verdadera personalidad.
Así lo podemos constatar en la figura de Jacob. Nótese que Jacob e Israel forman parte del mismo personaje. Es un hombre que tiene el nombre del Pueblo. De hecho, Israel es el nombre del patriarca. Luego vendrán los hijos de Israel y, por lo tanto, Israel concebido como Pueblo. Esta visión está constantemente presente en la Escritura, de tal manera que tenerla en mente ayuda a hacerse con la mentalidad bíblica.
Y en la medida en que esa Escritura, cuya concepción se ve corroborada por y en otros pueblos de la Antigüedad, se reconoce como una revelación singular de Dios, ésta nos interpela en la línea de cuestionar aquella visión insuficiente del hombre: la forjada por la humanidad ilustrada.
2. Profundizando en esa clave hermenéutica que usted argumenta, ¿no hay pasajes de la Sagrada Escritura, como el de Jesús invitando a su seguimiento en el odio al padre y a la madre, en los que el sentido personal (revelación de Dios en la propia existencia) parece oponerse a la inserción de ese sentido en un contexto comunitario?
Para responder a esta interesante cuestión, podemos ir al pasaje que usted apunta, al de Jesús, pero también podemos recurrir a otros, como los relativos al profeta Jeremías o incluso el mismo Elías. En la Biblia, podemos ver cómo Elías, cuando se enfrenta con los profetas de Baal en el Monte Carmelo, constata su soledad frente al Pueblo que se ha ido tras los Baales. O también en Jr, 7, cuya predicación va en la línea de subrayar la destrucción del Templo a causa de la no conversión del Pueblo. Por esta predicación, Jeremías es conducido a la cárcel.
En resumidas cuentas, esta lectura corporativa, que yo propongo, no elimina la dramaticidad de la existencia. Está claro que Jesús hace frente a un Pueblo que no lo reconoce, no lo acoge. Más tarde, a los cristianos les pasará algo parecido en un contexto distinto, pero es precisamente por ello interesante ver cómo los evangelios presentan a Jesús como el verdadero Pueblo. Él es el verdadero Pueblo. Cuando Jesús va al desierto a ser tentado, Jesús es la plenitud del Pueblo. Es decir, realiza la llamada a la que el pueblo de Israel estaba invitado y que el pueblo no realizó en los cuarenta años del desierto. Durante ese tiempo, el Pueblo se rebeló contra Dios. Por eso, no entraron en la Tierra Prometida. Jesús aparece como Aquel que en su carne realiza esa misión del Pueblo. Él es el verdadero y nuevo Israel.
Para entender esto, resulta fundamental la noción de figura, la exégesis figurativa. ¿Qué es la figura? Porque toda la Biblia funciona así, a base de figuras y cumplimientos. La figura es como un personaje o un acontecimiento que tiene importancia salvífica y que por su propia naturaleza apunta a un cumplimiento. Y esto es algo que se va viendo con posterioridad. Por ejemplo, en la Biblia se nos narra el acto de creación de Dios por el cual separa las aguas de arriba de las de abajo. Luego, se nos hablará del Pueblo de Israel saliendo de Egipto y se nos dirá que para que éste pueda huir de los egipcios, Dios separa las aguas del Mar Rojo. Dicho acontecimiento constituye un nuevo cumplimiento de aquel acontecimiento primigenio. A su vez, en el libro de Josué, se nos cuenta cómo éste introduce al Pueblo de Israel en la Tierra Prometida atravesando el Jordán y se nos recuerda cómo el cauce del Río Jordán se detiene para permitir al Pueblo que lo atraviese para llegar a la Tierra Prometida. Es así como las aguas separadas aparecen como figura de creación, de generación, que aparecen en el origen mismo, pero que también aparecen en el momento de generar al Pueblo de Israel y de que éste entre en la Tierra Prometida. En todos los casos, aparecen como figuras incompletas que piden una nueva realización.
Así, cuando Jesús es bautizado en el Jordán, no constituye una mera casualidad. Quiso presentarse como el nuevo Josué. Jesús y Josué son el mismo nombre y se refieren a aquel que introduce al Pueblo en la Tierra Prometida atravesando el río Jordán. Es así como estas figuras son las que dan sentido a los personajes posteriores, que a su vez las llevan a una plenitud nueva.
El tema de la Pascua, del Éxodo, es relevante a este respecto. Si uno va al libro de Isaías, cuando se habla de la vuelta del Exilio de Babilonia en el siglo VI a. C., se puede observar que se describe la vuelta de Babilonia a Israel como un nuevo Éxodo, es decir, se vuelve a realizar en el siglo IV a. C lo que ya se había realizado en torno al año 1200 a. C. Aquello era figura de la salvación que tenía que venir. Y el hecho de que Jesús quiera instituir su propia Pascua se entiende en este sentido: llevar a plenitud las grandes figuras del Antiguo Testamento. En este sentido, Adán era figura del que tenía que venir, Cristo y así en otros casos.
Toda la Sagrada Escritura funciona con esta dinámica de figura y cumplimiento. Quien más ha desarrollado esta cuestión es el autor francés Paul Beauchamp. Este tipo de exégesis refuerza la lectura corporativa de las Sagradas Escrituras.
3. Según su propia comprensión, ¿qué categorías bíblicas ayudan mejor al hombre de hoy a la comprensión de cómo se articulan en Cristo la dimensión personal y comunitaria?
Hay categorías muy interesantes y relevantes que ayudan a una comprensión actual de esta articulación. Una de ellas es la categoría de cuerpo y su importancia en el testimonio bíblico. Y, sin embargo, el cuerpo es visto en la modernidad como un artefacto, como una especie de instrumento del alma, mientras que la visión cristiana del hombre es radicalmente distinta. El hombre es cuerpo. De ahí toda la problemática asociada a la escatología cristiana: ¿cómo es posible que el alma se separe del cuerpo?
Pero esta visión de la comunidad como cuerpo, que es la utiliza san Pablo para referirse a la Iglesia, viene del ámbito jurídico, como ya hemos señalado. Es una corporación, término ampliamente usado en el derecho. De ella podemos decir que no constituye en ningún caso una metáfora, sino que apunta a algo real: la realidad de nuestra mutua implicación. Pablo lo explica de un modo magistral en 1 Cor 12. Como señala el apóstol, no se puede imaginar al pie diciéndole al ojo que no lo necesita. Como él está hablando a una comunidad, ese pie y ese ojo tienen nombre y apellidos. De esta manera, el apóstol le da a entender a la comunidad su propia realidad.
Unida a esta imagen, está la de la casa. En la Biblia, la casa es la familia. Cuando Dios le dice a David: yo te construiré una casa, no quiere decir que le construirá un palacio, sino que le dará una dinastía, esto es, un hijo, que será su sucesor. Es interesante a este respecto darse cuenta de hasta qué punto en las lenguas semíticas la casa y el cuerpo son dos nociones que están unidas. En hebreo, hijo se dice ben. Esa palabra deriva del verbo hebreo bana, que significa edificar o construir. El hijo es algo que se construye, que se edifica. Y cuando en Génesis 2, se dice que Dios sacó al hombre la costilla y que a partir de ella formó a Eva, en hebreo dice que a partir de la costilla edificó a Eva. Esto es importante saberlo para saber cuán cercanos están los conceptos de casa y cuerpo en la Biblia. De hecho, hay algunos pasajes de San Pablo en los que se pasa automáticamente de un concepto a otro: Vosotros sois Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo.
Creo que esto nos ayuda a entender esta visión corporativa que estoy proponiendo. Nosotros formamos parte de una casa, de un templo. Y conformados de hecho un cuerpo. Ya el cuerpo por sí mismo es una noción corporativa. Todo cuerpo habla de quien nos ha engendrado. Por su parte, el cuerpo es aquello que permite la relación. Es, por ello, que las relaciones inhieren en el cuerpo. Y en este sentido, el alma es también el cuerpo. Son distinguibles en cierto sentido, pero absolutamente inseparables. Y, de hecho, al amigo o a la esposa lo que se quiere es tocarles. Hay una relación que pasa necesariamente por el cuerpo. Esto lo ha puesto muy de manifiesto Juan Pablo II con sus famosos desarrollos de la teología del cuerpo. A través de ella, nos damos cuenta de que el cuerpo es una noción eminentemente relacional.
Y en la mujer esa noción relacional de la propia corporalidad se acentúa, porque en ella cuerpo y casa coinciden. Para todos nosotros, la primera casa ha sido el cuerpo de nuestra madre. La mujer es, dentro del ser humano, aquella forma de ser persona humana que es capaz de acoger a otro en su interior, generándolo.
Las nociones de cuerpo y casa son muy fecundas y una vez más coinciden con lo que nos dice la recta razón, no ideologizada, que se remite a la experiencia y reflexiona sobre ella.
Otra categoría evangélica que puede ayudar a comprender mejor esta articulación es la categoría de amor. Si uno va al evangelio de san Juan, el gran teólogo del amor, se ve que amar es “permanecer en el otro”. Es una visión del amor profundísima, que ha dado lugar a toda la teología cristiana sobre el amor. Es decir, por el amor, el amante vive en el amado y viceversa. Y es algo real, no es algo imaginado. No es una bella metáfora. El sufrimiento del ser amado causa dolor en el amante, porque el amante lleva dentro a la amada. Igualmente pasa entre hijos y padres, porque ambos vienen constituidos por esa relación, una relación de mutua permanencia.
Esta cuestión del amor Jésus la expresa de una forma muy bella en el evangelio de Juan, capítulo 15, con la alegoría de la vid. La vid entra dentro de la imagen o categoría del cuerpo, dado que se trata de un ser vivo que, a la vez, está constituido de miembros, en este caso, los sarmientos. Si los sarmientos no permanecen en la vid, no dan fruto. Si permanecen, dan fruto. Esto es, con la vid se refleja esta realidad de la mutua permanencia. Esto es posible porque estamos vinculados realmente. Es decir, formamos parte de una corporación. Y esto que es válido para una familia, es válido para una nación y también para toda la humanidad.
¿Cómo explicar el pecado original sin apelar a esta mutua interdependencia? Desde esta visión, comprendemos cómo lo que hace un solo hombre afecta a toda la humanidad, más allá de intentos frustrados por explicar la realidad de ese pecado, a partir de presupuestos biologicistas o traducionistas.Y ello, porque todos formamos parte de un mismo cuerpo. Es esa configuración como cuerpo la que está afectada, en estado de rebeldía, cuando un solo hombre peca.
Explica muy bien esto Ratzinger en su libro Jesús de Nazaret cuando habla sobre el bautismo de Jesús. ¿Para qué se bautiza o recibe el bautismo de Juan Jesús? Esa es la pregunta clave. El bautismo de Juan era para la conversión de los pecados. No se entiende la presencia de Jesús y el hecho de la voluntad de quererse bautizar a manos de Juan, tal y como consigna Mt 3. Y Ratzinger explica este gesto a la luz de la personalidad corporativa. Está claro que Jesús no ha cometido un pecado, pero también es un hecho que no está actuando, sino que ha asumido realmente nuestra condición y nuestros pecados. Está cargado con nuestros pecados, aunque no sean propios, ni hayan sido originados por Él. Ha hecho propia la deuda por amor. Ahí está la cuestión.
Esto viene a reforzar la idea que Jesús, cuando se hace hombre, nos incluye a todos en su humanidad. Por eso, la resurrección de Cristo comienza a ser nuestra resurrección, porque somos parte de su cuerpo y su cuerpo está resucitado. Toda la humanidad cuenta con las primicias de la resurrección al participar corporalmente de la resurrección de Cristo.
De esta manera, a través de las categorías que hemos desarrollado, adquirimos una visión profundamente realista de lo que es la fe, pero también de lo que es el hombre. Y resulta también enormemente interesante poner todo ello en relación con la noción de bien común. Muchas veces el bien común se presenta y se entiende como una inmolación de la propia individualidad en favor del interés general, desde la mentalidad propia de la modernidad. Pero, ¿qué nos dice esta visión del hombre que yo estoy planteando aquí? Que el bien común es más propiamente mío que mi bien particular. No solo que es más importante que la consecución de mi propio interés que he de sacrificar en aras de lo superior, sino que me pertenece más propiamente que mi bien particular. A este respecto, mi familia es más propiamente mía que mis intereses particulares. Así, yo ya no pienso en singular, como opuesto a mi familia, pasando ellos a ser mi enemigo. Tampoco pienso acerca de ellos en términos de conciliación. Familia y trabajo no pueden plantearse como enfrentados en este sentido, sobre todo en lo que supone el desarrollo y despliegue de las relaciones en el seno de la familia. Ello no implica la ausencia de sacrificio y exposición por parte de aquel que decide vivir vinculado e implicado en sus relaciones con los demás, en este caso, con su propia familia.
4. ¿Cuál de los evangelios incide más a su juicio en el tema de la personalidad corporativa y por qué?
Es muy difícil, porque los evangelios en el fondo constituyen un solo evangelio, aunque sean cuatro. Ya se sabe que la terminología clásica que aparece a finales del siglo II para referirse a ellos es “Evangelio según…” y no evangelios.
De hecho, el evangelio de Jesús, expresado en los cuatro evangelios, en el fondo es puro Antiguo Testamento llevado a plenitud. En ese sentido, lo que encontramos en los cuatro es un testimonio del acontecimiento de Cristo y que Cristo vivió su existencia desde esta mentalidad es algo que los cuatro evangelios reflejan constantemente.
Antes hemos hablado de la alegoría de la vid y de los sarmientos en el evangelio de Juan. Ahí tenemos una expresión clarísima de la personalidad corporativa, que además desemboca en la formulación del mandamiento del amor. Quizá el evangelio de San Juan refleje de una forma más clara esa imagen corporativa.
Pero también es cierto que la presentación de Jesús bajo la figura del Siervo aparece en los cuatro evangelios. Como están en su misma savia, por así decirlo, los cuatro evangelios describen la Pasión de Jesús bajo la plantilla del Siervo del libro de Isaías, el Siervo que justificará a muchos casos.
En todo caso, me resultaría difícil tomar una decisión a este respecto y no precisamente por falta de datos, sino por exceso. Hay que tener en cuenta que lo que Jesús hace es llevar a plenitud las figuras. Véase, por ejemplo, la cuestión del Hijo del Hombre que constituye una figura corporativa. El siervo de Yavhé es otra figura corporativa, que en un determinado momento también se contrapone al pueblo, como pasa en Isaías 53, cuando se dice que el siervo justificará a muchos. Jesús, al llevar a plenitud esas figuras, soluciona el enigma. Jesús es el individuo que a la vez lleva en sí a todo el Pueblo. Por lo tanto, soluciona la dificultad. Si analizamos pasaje por pasaje, lo único que haremos será constatar esta realidad.
5. Tradicionalmente, el canto del Siervo de Yahvé que se recoge en Isaías 53 ha sido atribuido en la exégesis judía al pueblo de Israel. ¿Cómo llegan a la conclusión los evangelios de que es Jesús el que es objeto de los sufrimientos relatados? Es más, ¿cómo interpretan los evangelios el hecho de que ese sufrimiento redentor tiene que ver con todos y cada uno de los hombres?
Efectivamente, lo que usted señala es cierto. De hecho, en lo que se suele señalar como el Deuteroisaías (la segunda sección del libro del profeta Isaías, que comprende del capítulo 40 al 55, donde aparecen los cantos del Siervo), se dice explícitamente que el Siervo es Israel.
De hecho, es algo que tenemos también en el Nuevo Testamento, en concreto, en el Magnificat, donde explícitamente el evangelista pone en boca de María la siguiente expresión: “Auxilia Israel su siervo”. Es decir, para María, el Siervo es Israel. Y, sin embargo, hay algunos lugares en los que ese Siervo adquiere rasgos de individuo, contrapuestos, pero no opuestos al Pueblo. Entonces, hay una ambigüedad que la exégesis ha de solucionar.
La exégesis judía interpreta esos pasajes dando a entender que el Siervo constituye una personificación del Pueblo de Israel, en la medida en que dicho Pueblo sea capaz de llevar a cabo la redención de la humanidad. Pero la dificultad sigue ahí.
La exégesis cristiana, a partir de Cristo, lo interpreta en clave personal. Lo que pasa es que dicha exégesis cristiana tiene que dar cuenta de aquellos otros pasajes donde se dice explícitamente que Israel es el Siervo.
A mí lo que me asombra siempre en este asunto es dirigir la mirada a Jesucristo: el hecho de ver cómo Él es capaz de armonizar en su carne las figuras, no anulándolas, sino llevándolas a un nuevo nivel de existencia. Jn 19, 5 (He aquí el hombre) constituye un ejemplo muy clarividente a este respecto.