El amor está ilustrado
Ángel Salmerón Rodríguez Vergara
¿Se pueden pensar y decir cosas acerca del amor? Hay un saber que el amor sabe de sí, y que da razón de sí mismo cuando decidimos amar.

Hay que haber teorizado ya sobre el amor para decir que no se puede decir nada acerca de él. Es decir: para poder sostener esto, hay que pensar que no se puede pensar nada sobre él, lo cual es una evidente contradicción.

Yo, por el contrario, sostengo que sí se pueden pensar y decir cosas sobre el amor. Más todavía: pienso que, por lo menos desde que se completa su lento despertar a la conciencia, la existencia sabe ya lo suficiente sobre sí misma como para ponerse a amar: es decir, a amar en serio. 

¿Cómo argumentaré esto? Considerando, pues así lo he experimentado en mi vida, que el amor está ilustrado: es decir, que el amor sabe sobre sí mismo, que da razón de sí mismo (como escribe un entrañable maestro mío): en una palabra, que el amor nos enseña él mismo en qué consiste —mejor: en qué ha de consistir—  cuando decidimos ponernos a amar. 

Quizá por ello es que el autor del evangelio de san Juan llegue a identificar el amor y el «lógos»: la razón, la palabra, el argumento. Y es que el amor tiene sentido, tiene argumento y tiene palabra. Quizá por ello es que dirán los primeros cristianos que Dios, realidad normalmente concebida como una Inteligencia suprema que da fundamento y sentido a la realidad toda, consiste, precisamente, en Amor. Quizá por ello, y dando un paso más todavía, es que enseña el Nuevo testamento que amar es conocer y conocer es amar. 

Voy a tratar de explicar brevemente en estas líneas por qué considero, con esta tradición cristiana a la que me adscribo, que, efectivamente, el amor está ilustrado: que el amor es una luz para la acción. Para ello, partiré de la definición clásica, que viene de Aristóteles, de que «amar es querer el bien para el otro».

En primer lugar, el amor está ilustrado acerca de lo que no es el bien del otro. Esto no es demasiado extraño: como enseña otro de mis entrañables maestros (todo maestro en filosofía, si de verdad lo es, es por fuerza alguien entrañable y querido), hay muchas veces en la vida en que sabemos bien qué no son las cosas, pero no tenemos apenas idea de qué son. Por ejemplo, ninguno sabría decir exactamente en qué consiste la felicidad: pero todos sabemos muy bien qué no es la felicidad, pues todos hemos vivido momentos en que su ausencia, su falta, nos era evidentísima. 

Pues bien: cualquiera de nosotros sabe perfectamente qué cosas le hacen daño, qué cosas detesta que le hagan, qué cosas no le gustan, qué cosas no le hacen bien, qué cosas le roban la alegría o la esperanza, etc. Y, si reflexiona uno sobre esas cosas que no quiere, que no son deseables, que no son amables, entenderá, en un breve ejercicio más que autorizado de universalización (ese ejercicio intelectual, al contrario de lo que se suele pensar, tan temido por Sócrates), que sencillamente ese tipo de cosas no son buenas para él como persona: y, por lo tanto, que tampoco han de ser buenas para el otro, para cualquier otro. Comprende, por tanto que, si uno busca amar al otro, si busca el bien de los demás, por donde hay que empezar es por no hacerle las cosas que a uno no le gusta que le hagan.

De esto se dio bien cuenta el rabino judío Hillel, muerto apenas pocos años antes del nacimiento de Cristo, cuando enseñó una importante recomendación: «No hagas a los demás lo que no te gustaría que te hicieran a ti», advirtiéndonos de que el rechazo de nuestro ser entero a lo negativo y a lo malo nos ilumina acerca de lo que no es nuestro bien ni tampoco el del otro. El otro: que lejos de ser algo irreconocible por mí es semejante a mí, es por ello perfectamente reconocible por mí, toda vez que es siempre «hueso de mis huesos y carne de mi carne», como dice el libro del Génesis. Por todo ello puedo saber bien qué no gusta a nadie que le hagan. Es reveladora a este respecto la frase con que Pedro traicionó públicamente a Jesús: no conozco a ese hombre. El prójimo es siempre un don de Dios (¡ay, si de verdad lo conociéramos!), que no debe ser reconocido nunca como otra cosa, como otra mera realidad: sino precisamente como una persona.

Pues bien: este misterioso maestro Hillel llegaría incluso a decir, para escándalo seguramente de muchos, que toda la ley judía no era más que un comentario acerca de esa misma norma, de esa venerable recomendación, de esa máxima segura de no hacer a los demás lo que no queremos que nos hagan. 

¡Ah!, pero el amor sabe algo más todavía que de la mera prohibición socrática, que del mero no harás daño que a cada conciencia manda... la conciencia amorosa misma —que se dice a sí mismo cada corazón—: y es que el que ama sabe también, aunque esta vez de manera mucho más limitada y modesta, que es el bien del otro, que es bueno para él. No solamente sabe lo que evidentemente no es bueno para él: sabe también, en alguna medida, lo que le es bueno, lo que sí le hace bien.

Esta dimensión, digamos, positiva del conocimiento del amor que con su propia luz ilumina acerca de qué es el bien del amado, la expresó esta vez el Maestro Jesús de Nazaret —superando la propuesta anterior de Hillel: o como él gustaba de decir, cumpliéndola o llevándola a plenitud—, diciendo, muy en positivo, muy en serio, como uno que sabe sobre el amor, como uno que consiste en Amor: «Todas las cosas que deseéis que los hombres hagan con vosotros, hacedlas así también con ellos: porque esto es la Ley y los Profetas». Aquí, como vemos, es ahora lo que yo deseo lo que me ilustra acerca de lo que pueda significar amar, de lo que pueda significar buscar el bien del otro, por modesta que sea esa iluminación. El bien del otro significa ahora, además y por lo menos, tratarlo como a mí me gusta que me traten: más allá de meramente no hacerle daño, que ya, por cierto, es un mandamiento imposible de cumplir en plenitud salvo para Dios mismo.

La sabiduría judía, antes de Jesús, enseñaba a no hacer daño, como una primera etapa del amor. La sabiduría de Jesús, que él mismo entendió como culminación o cumplimiento de la judía, pues «la salvación viene de los judíos», como nos dijo en su momento, nos enseña que no basta con no hacer daño, sino que es preciso ponerse también a hacer el bien. Por esto son posibles los pecados de omisión: dejar de hacer el bien al otro puede ser una grave falta de amor (una injusticia, diría el estoico Marco Aurelio) por más que no se le haga, como el sacerdote o el levita de la parábola del Buen samaritano, mal ni daño ninguno. Solo el samaritano sabía del amor, acaso porque había comprendido en su corazón que el peso de la ley y de las costumbres no ha de tener jamás más peso para alguien que ama que los mandamientos y deberes del amor.

Tenemos, por tanto, ya dos lugares donde mirar para entender qué es el amor. Amar es no hacer al otro lo que no nos gusta que nos hagan a nosotros y hacerles lo que a todos nos gusta que nos hagan. Hillel sostenía que su mandamiento negativo era el resumen de toda la Ley y los profetas, el cual precisaba, luego, sin embargo, de comentario (extenso y dificilísimo, al parecer de algunos). Pero Jesús fue más allá, y dijo que ese mandamiento positivo suyo «es la Ley y los profetas»: es decir, que toda la sabiduría de la Biblia se encerraba verdaderamente en ese deseo positivo del hombre puesto en debida práctica. Solo más adelante señala ese texto del evangelio de San Mateo que de ese mandamiento (que es semejante, en palabras de Jesús, al de amar a Dios con todo el corazón, el alma, la mente y las fuerzas) «dependen», «penden» o «cuelgan» el resto de los mandamientos: por lo demás también importantes, sin duda, para el que ama de verdad.

Por ello es que escribe san Pablo, sin miramientos, y para escándalo mayor todavía que el de las palabras de Hillel, pues bebía del escándalo de la Cruz, que «el que ama a su prójimo, ha cumplido la ley», o que «el cumplimiento de la ley es el amor», o que «el amor no hace mal al prójimo», o que «cualquier otro mandamiento, en esta sentencia se resume: amarás a tu prójimo como a ti mismo», y un largo etcétera en un mismo amoroso sentido.

De modo que, a la luz de lo que el amor ilumina acerca de sí mismo, ya sabemos no pocas cosas sobre qué es —sobre lo que sí ha de ser y probablemente todo acerca de qué no es. El resto de los deberes, de las obras inteligibles del amor, se nos irá descubriendo, de camino, haciendo valiente caso a este deseo ilustrado del corazón que nos acompaña siempre: que nos constituye.


Ángel Salmerón Rodríguez Vergara
Filósofo
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Doctorando en Filosofía por la Universidad Eclesiástica San Dámaso y becario de investigación de la Fundación Oriol Urquijo, dedicada a la promoción de las humanidades.
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