Toda comunicación es interpersonal: son siempre sujetos personales quienes entran en comunicación. Por complejo que se haga el proceso comunicativo, por larga y enrevesada que sea la cadena de mediaciones y por mucho que en ella intervengan las máquinas, siempre encontramos una o varias personas en cada extremo de ese proceso. Esta obviedad se pierde de vista cuando se habla de la comunicación como un proceso computacional, como una simple “emisión” y “recepción” de mensajes. Tanto la emisión como la recepción puede realizarlas una máquina. En cambio, si se trata de comunicación, y no de mera transmisión de datos, entonces emisión y recepción son actos personales y, por tanto, actos no mecánicos, que obedecen a alguna clase de motivación personal y que poseen determinadas condiciones afectivas.
A fin de hacer un primer esbozo de esas condiciones sin las que no puede llegar a producirse el acto personal de comunicación, creo útil tomar como punto de partida una serie de observaciones que hizo a este respecto Max Scheler en Esencia y formas de la simpatía. Según sostiene Scheler, no basta que yo quiera comprender a una persona para comprenderla. Además de eso, tiene la otra persona que abrírseme libremente: “Las ‘personas’ no pueden ser conocidas comprensivamente (…) sin abrirse ellas mismas de manera espontánea” (GW 7, p. 110); la persona es “transinteligible a todo conocimiento espontáneo, puesto que reside en su libre arbitrio (…) el darse o no a conocer” (GW 7, p. 220). Por mucho empeño que le ponga, yo no puedo acceder por mí mismo al otro si este no se me autorrevela espontánea y libremente y yo lo recibo. En toda comunicación hay una iniciativa libre del otro que mi propia iniciativa espontánea no puede suplantar. En principio, deben darse ambas iniciativas.
Como el acto de apertura a los demás es libre, Scheler habla de la posibilidad de que la persona deniegue ese acceso, realizando el acto personal positivo de ocultarse guardando silencio. Puede que entonces yo siga viendo a la persona, pero la visión del cuerpo solo me permite constatar la existencia (Dasein) de la persona, no acceder comprensivamente a lo que ella “piensa”, a su contenido cualitativo (Sosein). Y, por tanto, no entro en comunicación con ella.
Se objetará que la mera observación del llamado “lenguaje corporal”, no verbal, ya nos permite acceder comunicativamente a la persona, incluso aunque ella no quiera. Scheler así lo reconoce, pero solo dentro de ciertos límites. En sus términos, esta vía de acceso solo alcanza el nivel vital de la persona humana, sin llegar al nivel propiamente espiritual. Dejando ahora de lado esta distinción técnica, que obligaría a exponer la teoría scheleriana de la estratificación emocional, se trata de constatar que hay un núcleo de la persona inaccesible a la observación externa de los gestos corporales automáticos. Esto contradice la opinión según la cual las expresiones involuntarias revelan lo más íntimo de la persona. Para Scheler, lo más íntimo de la persona solo lo conocemos cuando ella decide comunicarlo, y lo que expresa sin querer es lo que, aun siéndole propio, le es menos íntimo: sus reacciones involuntarias.
Para empezar, ya tenemos acceso a la vida animal, e incluso vegetal, a través de fenómenos de expresión orgánica involuntaria, lo cual indica que esta vía no es la más característica del ser personal. En segundo lugar, la persona tiene la posibilidad de neutralizar libremente, hasta cierto punto, dichos gestos involuntarios, como el jugador de cartas que no quiere que le adivinen el juego. Por último, aunque siempre quede un resto de expresión automática, en esta solo se manifiestan las reacciones involuntarias de la persona; y la persona, a diferencia del animal, no se agota en ellas. El miedo que siento involuntariamente ante una situación amenazante puede que se refleje en mi rostro aun sin quererlo; pero, a continuación, yo puedo responder a esto voluntariamente de modos muy distintos: prolongando el miedo en forma de una huida o, por el contrario, afrontando el peligro a pesar del miedo. Todo ello, de manera libre. El núcleo personal volitivo desde el cual se toma postura incluso frente a las propias reacciones involuntarias ya no encuentra, en principio, una expresión corporal automática. Ya no se trata de las reacciones que leemos en la expresión corporal, sino de acciones que surgen de la persona y que ella puede controlar; que, siendo libres, no son meramente descifrables desde fuera. Aquí topamos con un estrato de la persona que solo puede abrirnos ella misma, en último término, a través de la libre comunicación lingüística o del propio obrar libre.
En palabras de Scheler, que resumen lo dicho hasta aquí: “Las personas pueden guardar silencio y ocultar sus pensamientos. Lo cual es muy distinto de meramente no hablar. Se trata de un comportamiento activo mediante el cual pueden ocultar su ser-así (Sosein) frente a todo conocimiento espontáneo” ajeno, “sin que a esto tenga que asociarse necesariamente una expresión automática y su manifestación corporal” (GW 7, p. 220).
En algunos de sus textos antropológicos, como Zur Idee des Menschen, Scheler insiste muy especialmente en la distinción, fundamental para el problema de la comunicación, entre la mera expresión automática e involuntaria (que compartimos con todos los seres vivos) y la comunicación lingüística. Lo que me interesa ahora de ella es —me permito repetirlo— que la segunda es un acto ejecutado por la persona misma (es decir, que no le sobreviene involuntariamente) y que, a través de ese acto, se abre libremente al otro; pudiendo, por tanto, no hacerlo y guardar silencio.
Extraigamos dos consecuencias, aunque sea solo de pasada. Primero, esto permitiría explicar aquellos casos en los que la persona es patológicamente incapaz de comunicarse aun teniendo perfectamente sanas sus capacidades comunicativas. Aunque no haya una incapacidad física o psíquica para ello, sin embargo, la persona puede tener trastornado el sistema de voliciones o motivaciones hasta tal punto que ello le impida dar el salto volitivo que supone la apertura libre al resto de personas. No es que no pueda hablar, es que no puede querer hablar.
En segundo lugar, si el intento de comprender a una persona por nuestros propios medios solo alcanza los niveles expresivos más superficiales (los que la persona no puede ocultar por completo, por ser automáticos e involuntarios), entonces toda pretensión de “leer la mente” o los pensamientos más íntimos de una persona al margen de su voluntad se basa en una previa despersonalización y, en el fondo, es una tarea imposible. Aquí encontramos límites que solamente se rebasan cuando la persona misma decide eliminarlos y comunicarse con nosotros. Por eso, la alienación totalitaria de la persona quizá solo tenga pleno éxito cuando se logra que ella misma colabore libremente —aunque engañada y sin saberlo— con su propia manipulación, abriéndonos unas puertas que, de otro modo, permanecerían cerradas.
Dicho esto, llegamos al punto de mayor interés: un acto libre de apertura es condición de toda comunicación interpersonal, pero ¿a qué obedece, a su vez, ese acto? ¿Por qué decide la persona abrirse libremente al otro, si ello implica quedar a su merced, expuesta y vulnerable? La única respuesta que se puede dar con sentido a esta pregunta es, a mi juicio, la que propone Scheler: el amor interpersonal.
Solo el amor interpersonal —se sobreentiende: en la comprensión que del amor hace el filósofo muniqués, como apertura originaria axiológicamente orientada, impulso inicial de toda actitud ulterior y él mismo no necesitado de una motivación previa— permite, en principio, dar razón de ese acto por medio del cual alguien se expone ante los demás. En efecto, ningún interés más o menos egoísta podría explicar hasta el final ese acto, puesto que en él siempre se arriesga más de lo que se pueda ganar; es evidente que no obedece a un cálculo de ganancias y pérdidas, a una estrategia económica: desde esa perspectiva, la apertura al otro equivale a un salto al vacío, sin garantía de retorno. Es una lógica diferente la que debe dar razón, entonces, de dicha apertura. Desde Scheler y su descripción del amor, cabe entenderla en su positividad como un simple y puro confiarse al otro; un confiarse desinteresado, en el sentido de que se realiza por sí mismo, no con vistas a otra cosa. Se trata de un acto en que la persona se da a sí misma sin segundas intenciones y, con ello, abre el camino a la propia relación interpersonal. En cambio, el cerrarse ante los demás —si no hay una razón particular para ello, o algún obstáculo patológico— podría entenderse como un acto de desconfianza.
Seguramente no se hable de amor interpersonal a quienes estudian disciplinas como la comunicación audiovisual, pero es imprescindible, desde un punto de vista filosófico, descender a este nivel de las condiciones afectivas para comprender el acto mismo de comunicarse. Solo desde ahí pueden plantearse cuestiones que afectan también a los medios de comunicación de masas. Por ejemplo, si entendiésemos la comunicación como mera transmisión impersonal de información, ¿por qué habría de molestarnos que esa información fuera falsa? Lo importante es que es información y que se la transmite. Y si transmitir información falsa permite, además, lograr metas imposibles de alcanzar cuando solo se suministra información verdadera, ¿por qué no hacerlo? Es evidente que para criticar la difusión de información falsa en los medios de comunicación tenemos que entender la comunicación en general como parte de una relación interpersonal, es decir, de una relación entre seres morales que, a su vez, puede adoptar formas tanto aceptables como inaceptables moralmente, y donde el engaño y la mentira orientados a la manipulación del otro son un modo inmoral de establecerse dicha relación. Si la verdad, en sí misma, carece de una eficacia estratégica superior a la de la mentira, solo se comprende la importancia de abrirse al otro con veracidad allí donde se ha adoptado desde el comienzo una actitud diferente a la estratégica: la actitud de confiarse al otro pase lo que pase, sin segundas intenciones, la cual solo es posible sobre la base del amor interpersonal —insistamos en que esto solo es válido si partimos de una filosofía que, como la de Scheler, no busque reducir el amor mismo a un producto de previos intereses egoístas—.
También se entiende, desde esta perspectiva, que la categoría de “apelación” no puede ser, como se pretende a veces, una categoría última en este terreno de la comunicación. La motivación del acto mismo de apelar, así como el deber de responder, e incluso la captación misma de la apelación como apelación y no como un sonido cualquiera: todo esto depende de esa positividad previa del amor interpersonal. Incluso para pedirme ayuda, el otro tiene primero que confiarse a mí. Y sin cierta reciprocidad afectiva, yo no responderé. En ocasiones, la ruptura comunicativa se produce en este nivel previo a la comunicación misma y a toda “apelación” y “respuesta”, desde el cual se da razón emocional de dichos actos.
En resumen, hemos obtenido dos condiciones elementales de toda comunicación: que la persona misma quiera abrirse a los demás y esto, a su vez, sobre la base de la confianza amorosa y desinteresada en el otro.
No es el momento de seguir desarrollando las implicaciones éticas de este planteamiento, que queda apenas delineado. Sin embargo, sí querría concluir con una pequeña reflexión de orden estético, la cual conecta con lo expuesto hasta este punto y abre un nuevo campo de problemas. Hasta aquí he hablado de comunicación y he planteado toda comunicación como acto personal o interpersonal. Desde este punto de vista, se pueden entender los medios de comunicación como cosas puestas al servicio de dicho acto. Ahora bien, ¿qué sucede con la obra de arte? ¿Se trata, quizá, de un medio de comunicación entre otros, a través del cual la persona del artista se pone en comunicación con la persona del espectador? Pensemos en el caso del cine, que en las universidades se estudia como medio de comunicación audiovisual.
En sus Notas sobre el cinematógrafo, el cineasta Robert Bresson expresa una visión opuesta, contracomunicativa, de su misión artística (cuya plena justificación me reservo para otra ocasión): no se trata de transmitir ideas a través de las películas, sino, por el contrario, de esconder las ideas que dominan sus obras, de manera que “la más importante será la más escondida” [1]. Siguiendo esta intuición, se diría que, en efecto, la obra de arte en general no puede reducirse a “medio de comunicación” que canalice o almacene significados establecidos de antemano por el autor y que deban ser recibidos por el espectador —con o sin trabajoso desciframiento simbólico; eso es lo de menos—.
De manera provisional, me atrevería a sugerir que, aunque la obra de arte no es persona, sino cosa, es una cosa de un tipo muy especial, que adquiere una capacidad análoga a la de la persona que se nos abre comunicativamente. La obra de arte, al igual que la persona, no es “medio”, sino verdadera “fuente” de sentido, y solo en esa medida es obra de arte.
Si esto fuera así, lo que antes aplicábamos a la apertura comunicativa personal podría aplicarse analógicamente a la obra de arte. La obra de arte carece de un centro volitivo propio y, sin embargo, le reconocemos una espontaneidad de sentido que ningún análisis externo puede agotar y que solo se descubre cuando la obra se abre ante nosotros. Tampoco es capaz la obra de arte de realizar actos espontáneos de amor interpersonal y, sin embargo, el testimonio de artistas lúcidos como Bresson deja ver que la obra es susceptible de responder a la contemplación con una apertura análoga a la del amor. (Lo paradójico es que esa apertura solo puede producirse, como decía Bresson, allí donde el sentido está, de primeras, oculto. Solo entonces puede, a continuación, producirse su apertura y su despliegue ante nosotros.)
Atribuyendo a la obra de arte esta condición análoga a la de la personalidad —me atrevería a decir que autónoma y no heredada sin más de la personalidad del autor o del espectador— podría, tal vez, superarse la interpretación puramente hermenéutica de la obra de arte, hoy todavía mayoritariamente vigente. Así, la misma descripción que antes realizábamos de la comunicación interpersonal desde una perspectiva ética se mostraría como estéticamente relevante, aplicada ahora a la peculiar “comunicación” existente entre la obra de arte y sus contempladores.
Queden meramente apuntadas estas vías “personalistas” tanto para la estética como para la teoría de la comunicación. Ya sea para seguirlas o para desviarse de ellas, considero que en estos temas se hace cada vez más necesario un trabajo de fundamentación riguroso, al margen de modas académicas y de tradiciones insuficientes, el cual compete de manera directa a la antropología filosófica.
[1] Bresson, R. 1995. Notes sur le cinématographe. Paris: Gallimard, p. 45.