26/7/2022
Familia, Hogar y Ciudad: Simbiosis creativa
Rafael Alvira y Rafael Hurtado
Poner a la familia en el centro de las reflexiones acerca de la naturaleza humana conlleva el intento decidido de salvar la ciudad.

1. De la Familia a la Ciudad.

El ser humano no es “puro” individuo, sino familiar y doméstico. Un error muy común que se suele cometer en este respecto es despreciar la fuerza de la costumbre. Se suele protestar cuando las cosas no funcionan bien, o cuando funcionan mejor de lo habitual, pero cuando hay normalidad, ésta se da por sentada. Si se tiene la suerte de vivir en una buena ciudad y se forma parte de una buena familia, entonces nos encontramos bien, pero corremos el mencionado peligro: dar por supuesto que todo eso lo tenemos y ya no hace falta agradecerlo. El que toma esa actitud ha errado profundamente, pues ha perdido la capacidad de agradecer lo que tiene. Quien no agradece no hace suyo de verdad aquello en lo que vive y con quien vive y, por consiguiente, tampoco aprende nada. Aprender significa incorporar algo nuevo a la propia vida, pero eso sólo se hace cuando hay interés auténtico por ello, cuando hay aprecio y agradecimiento por su existencia.

El ojo humano da por supuestas tantas maravillas que hay en el mundo cuando se miran con el lente utilitario, el cual establece que la realidad sirve para generar riqueza, entretenimiento, o simple comparsa. Esto no basta para vivir bien, pues sin agradecer lo recibido vivimos nuestra vida perdiéndola. Es tópico repetir que nadie se da cuenta de todo lo que significa una madre o un padre hasta que los perdemos. Esto es cierto, pero hay niveles dentro de ese “darse cuenta” o no. Quien no se da cuenta de la “realidad” de los padres de familia es que nunca había agradecido de verdad su existencia. Y por eso, había creído conocerlos, sin conocerlos, mientras que ellos, nuestros padres, nos pueden conocer cuando no nos dan por supuestos, cuando nos muestran que no se han acostumbrado a nosotros. 

En ese sentido, hay dos realidades humanas muy concretas y cercanas que con frecuencia se dan por supuestas: la familia y la ciudad. Durante milenios la familia era simplemente la casa, el hogar, el espacio habitual familiar. Hoy, en una sociedad llena de cambios, movilidad y primacía de lo individual, se ha perdido la singularidad de estos dos conceptos. Hay muchas casas que están ocupadas por personas que viven solas, y no pocas familias cuyos miembros viven repartidos en varias casas, ambos casos debidos precisamente a la ausencia de un auténtico concepto de hogar.

Todo ello es posible, es real, pero ya no queda tan claro –como hoy sin embargo parece pensarse– que sea indiferente la relación entre el hogar y la familia. No construimos casas simplemente para guarecernos de las inclemencias del tiempo o del peligro del mundo animal. Para eso nos bastaría acondicionar mínimamente una buena cueva y algún árbol grande y resistente. No es que hagamos casas y ya dentro de ellas nos sorprendamos de nuestro invento, sino que es por el contrario el espíritu de hogar y doméstico que llevamos dentro de nosotros el que nos empuja a construir casas materialmente aptas para nuestro bienestar. 

Por eso, no ha de sorprender el drama que viven aquellas personas obligadas por su trabajo a viajar con frecuencia o incluso el hecho de encontrar a mucha gente que por circunstancias de su vida vive sola. Todo eso es perfectamente posible y puede ser legítimo, aunque cada uno habrá de ver en qué medida sus viajes o su soledad pueden dañar su vida o la de sus semejantes. Lo que asusta de verdad, y así ha sido siempre, es encontrar un auténtico vagabundo, o sea, un ser humano que ha renunciado lo más posible a su condición de persona: ni tiene casa ni está insertado en una ciudad. Se trata de una figura trágica, aunque por fuera pueda no parecerlo.

No se puede confundir, por ejemplo, el vagabundo con el nómada. El nómada tiene una casa, una tienda que lleva a lomos de un camello, y camina con su familia. Está también encuadrado en una ciudad, que para él es la organización política dentro de la que se mueve. También es interesante observar la escasísima existencia de la vagabunda, pues la mujer tiene un sentido del vivir humano más naturalmente arraigado que el varón, y sabe que el hogar nos es consubstancial, quizás porque la primera forma de hogar es ya el seno materno.

La aspiración de todo ser humano es ser libre y estar en paz, siendo esta la fórmula de la felicidad. La total sumisión y la guerra continua deshacen nuestra vida. Pero libertad y paz se entrelazan de tal manera que dan lugar a lo que entendemos por auténtica seguridad: ésta nos hace vivir la paz y experimentar la libertad, pues nadie está en paz sin seguridad ni puede sentirse libre de verdad sin ella. Paz y libertad en la seguridad es lo que proporciona primero el seno materno y luego la familia y por ende el hogar. En los primeros nueve meses lo sabemos sin reflexionarlo, aunque hoy día esta etapa se sigue complicando para muchos. En este sentido, sólo lo podemos experimentar en lo que es más propio de una verdadera familia: la confianza.

Quien vive en un ambiente de confianza y aprende a con-fiar en dicho ambiente, se siente necesariamente libre y en paz, y, en consecuencia, se encuentra seguro. La generación de confianza es una tarea en la que la familia resulta insustituible, y ello por la simple razón de que tal cosa no es posible más que en un clima de amor verdadero. Éste consiste –más allá de pasiones y afectos– en el hecho de aceptar a la otra persona de modo absoluto. En cualquier organización nos tienen en cuenta por lo que valemos, y en el Estado porque cumplimos con unas reglas. Sólo en la familia y en la “gran familia” (que es la Iglesia) somos aceptados por lo que somos y de un modo incondicional.

Si una persona no ha vivido en su niñez y primera juventud en ese ambiente, tiene una dificultad notable para no llegar a sentirse un “vagabundo espiritual”. Y no es nada fácil organizar toda una sociedad con la suma de esta clase de personas. La confianza es un estado del interior del ser humano, pero no hay interioridad sin exterioridad y viceversa, como ya se ha señalado anteriormente. Podemos aprender a confiar en la familia, pero luego “al salir a la calle” quizás no nos acompañemos de personas en las que podamos confiar del mismo modo. Incluso esta confianza resulta en cierto modo imposible, ya que tendemos a confiar en aquellos conocemos, pero la realidad es que la gente externa a nuestro entorno familiar nos es desconocida.

Es aquí donde la ciudad cumple uno de sus papeles fundamentales. Del mismo modo que durante milenios se identificaban casa y familia, durante siglos hubo una cierta identificación entre ciudad y organización política, ya que el ámbito de vida de las personas era reducido, aunque hace ya tiempo que la ciudad se amplió a lo que hoy solemos llamar “Estado”. Pues bien, la organización política tenía y tiene como fin repetir “en grande” lo que la familia hace “en pequeño”, es decir, favorecer la paz, la libertad y, en definitiva, la seguridad de todos sus habitantes.

2. Familia: Alma de la Ciudad.

Ese “hacer en grande” significa aquí en el ámbito exterior, mientras que la familia genera un ámbito interior. Exterior e interior se expresan habitualmente con las palabras “público” y “privado”, pero su significado no es exactamente el mismo. Público y privado se refieren a la disponibilidad. Lo público está disponible para muchos o incluso para todos; lo privado, por el contrario, sólo para unos pocos, en este caso para los de la familia. Exterior e interior, en cambio, no se refieren a la disponibilidad, sino a las dimensiones de la vida. Hay vivencias que no quisiéramos exteriorizar, mientras que hay experiencias externas que desearíamos no dejar pasar a nuestra interioridad.

Lo interesante aquí es que eso sólo se puede lograr hasta cierto punto. El antiguo aforismo que reza “la cara es el espejo del alma” encierra una gran verdad, pues el ser humano se caracteriza también por ser el “ser que dice” y eso es tan real que, aunque no expresemos algo con palabras que suenan, se nos escapa de algún modo en nuestros gestos, acciones, etc. Y viceversa, toda vivencia exterior que captamos deja en nuestra alma una huella, aunque en el momento no nos demos cuenta.

Lo privado y lo público, en cuanto tales, son regulados por el derecho, mientras que lo interior y lo exterior lo son por la ética. Por eso la confusión –hoy tan extendida– de estos ámbitos produce efectos nada beneficiosos para la persona y la sociedad. Y en este punto lo que hoy conocemos como “Estado” tiene un papel literalmente central en la vida contemporánea, ya que, por una parte, la política ha de resolver las dudas y las dificultades que se puedan presentar en el ámbito jurídico, aunque, por su parte, su actuación deba respetar la ética.

La confusión señalada, sumamente profunda, se nota en la permanente extralimitación del ámbito político, que invade tanto el jurídico como el ético: por un lado, la ley no mira a lo justo y además se cambia según intereses; por otro, la ética no se toma verdaderamente en serio. Se establece la identificación entre público y exterior en favor de lo público, y de privado e interior en favor de lo privado. El resultado es en un primer paso la conversión de todo en jurídico, pero después y dado que el Estado hace el derecho, la conversión de todo en político. Pero lo privado sólo se sostiene bajo la confianza –es decir, ética y religión, interioridad– y por ello lo público también. 

Una familia en la que falta interioridad no genera confianza, y en consecuencia no educa y se rompe. Y un Estado en el que la exterioridad no es armónica con la interioridad tampoco genera confianza, y provoca la sospecha de corrupción. Fueron Maquiavelo y Hobbes quienes introdujeron en Occidente la idea de que la ética y la religión son asuntos meramente individuales, que nada tienen que ver con la vida social y política.  No es fácil de entender cómo han tenido tanto éxito estas tesis pues es, por el contrario, evidente que, si alguien quiere apoyar la justicia en el derecho y la política en el bien común, se debe a que su interioridad ética y religiosa le empujan a ello. Derecho y política, ámbitos esenciales de la vida humana, no generan ética, sino que sin ética se degradan.

Puesto que ética y religión son el lugar de la verdad, de lo absoluto, y que –como se dijo al principio– la familia es el lugar en el que se acepta a la persona de modo absoluto y se aprende así el valor absoluto de la persona, la única ciudad auténtica es aquella que se construye sobre la familia. La familia no es sólo la célula de la sociedad, sino también el origen o fundamento de la felicidad, que no consiste sino en sentirse libre y en paz, esto es, seguro. Eso tiene que existir primero en el interior de cada persona para que pueda luego reforzarse en el ámbito exterior o público. Si no hay familias capaces de generar ese espíritu, no es de extrañar que los que se hacen cargo de la ciudad carezcan de él. Es tópico entre muchos pensadores modernos que la política no ha de ocuparse de la felicidad de los ciudadanos, sino de su paz y libertad, pero ¿dónde está la diferencia? Si el Estado vela por nuestra seguridad, refuerza en lo referente a la exterioridad lo que las familias nos han enseñado a vivir en su lugar radical, o sea, en la interioridad.

Sostener, como se hace en la actualidad, que lo que importa es la diferencia público-privado, interpretada sólo en clave jurídico-política y en pura referencia a los individuos, supone pasar por alto la ética y la familia. Pero el precio a pagar por tal error es muy alto: en una ciudad así no merece la pena vivir. Poner en el lugar central a la familia no es sólo una amable operación en favor de los que aún creen en ella. Más aún, es el intento decidido de salvar la ciudad.

3. Salvar a la Ciudad desde la Familia.

¿Salvar a la ciudad desde la familia? En efecto, la interioridad es más amplia que la exterioridad, al menos en el mundo de los seres humanos, y por ello hemos de aceptar que lo que se construye en el hogar familiar es algo más que la vida interior individual “privada” de sus integrantes. En verdad, lo que allí sucede apunta principalmente a la consolidación de la interioridad de una familia, que comparte algo más que la sangre o la etnia, el espacio o el tiempo: compartimos nuestra identidad. En ese sentido, la “identidad familiar” se construye a partir de tres funciones básicas: bienestar, educación, intimidad. 

El bienestar es el aspecto material de la vida doméstica, su actualización en el tiempo y el espacio. La ley del hogar, dicho en términos contemporáneos, apunta a que la familia nunca te abandona; que padres e hijos han de hacer toda clase de “balances”, materiales e inmateriales, para que cada miembro de la familia reciba lo suficiente para su correcto desarrollo. Cada miembro que es “invitado” a la vida de una familia reclama un “espacio” de recursos materiales, emocionales y espirituales específicos. En tiempos de dificultad (pandémicos), cuando los recursos materiales externos comienzan a escasear, hemos de repensar nuestro espíritu económico doméstico. Hay hijos que necesitarán más y otros menos: desde los abrazos hasta la escucha; desde el cobijo hasta el alimento,... Para ello, hemos de desarrollar modos concretos de diálogo con los integrantes de nuestro entorno doméstico, lo cual implica, como es lógico, saber que el diálogo entre padres e hijos es lo que más educa, a unos y a otros.

La educación es el espíritu que se transmite ad intra en el ámbito doméstico, a saber, el diálogo constructivo frente a nuestros seres amados. Si educar significa transmitir un espíritu, en educación no es fácil llegar a unos objetivos preestablecidos de modo mecánico. Por ello, todo tiende a salir “mal” en educación, pues no es fácil decir con palabras lo que sentimos, que es de suyo algo eterno.  ¿Cuál es el principal espíritu que todo educador ha de imprimir en el alma de sus educandos? Uno muy simple pero radical: es bueno que estés aquí. En ese diálogo familiar “doméstico”, lo primero que se ha de repensar es que la presencia de los padres y de los hijos en el hogar es algo bueno y necesario. Desde este ángulo, se podrá vencer cualquier vicio o propiciar cualquier mejora, pero sobre todo transmitir la alegría de vivir. Pero una cosa es decir esto en términos generales, y otra muy distinta es que nuestros padres nos digan: es bueno que estés aquí. Gracias a las nuevas tecnologías, ahora es más factible que los padres trabajen desde casa, y lo hijos se escolaricen del mismo modo, ya sea de tiempo completo o de modo híbrido según su preferencia. Esto ha de propiciar con el tiempo que padres e hijos se vean en “acción”. Que juntos trabajen hombro con hombro por el bien de la familia, y por ende de la humanidad entera. Quizás, como resultante, resurgirá el cariño entre padres e hijos, y en consecuencia se recuperará la confianza, lo propio de toda intimidad.

La intimidad es el lugar desde el que se construye la confianza. Por eso la intimidad sexual es tan relevante en la vida doméstica: ese momento en el que varón y mujer se entregan totalmente, incluyendo su fertilidad, desde donde es posible la procreación de la vida humana. Si la educación presupone la máxima “es bueno que estés aquí”, la intimidad promueve la idea: “es bueno que vuelvas”. Es bueno que estés aquí, pero es mejor que libremente quieras volver. Existimos frente a los demás. Salir de uno mismo y quedarse “dentro” de los demás en un espacio de confianza implica llevar la intimidad a su máximo nivel. Esta es una asignatura pendiente en el mundo desarrollado, en el que los hijos vuelven a casa de sus padres con muy poca frecuencia, y si vuelven por algún motivo festivo, no están del todo presentes. Es bueno conocer el mundo, y procurar hacer el bien a todos, pero hasta que no estamos “dentro” de “donde” somos aceptados absolutamente, con los nuestros, no estamos completos, no estamos a salvo, no estamos del todo bien. ¿Qué se quiere decir con esto? Pues que el hogar tiene un fuerte enraizamiento femenino, análogo a la realidad de la maternidad. Todos tuvimos un primer hogar: nuestra madre

El hogar, en ese sentido, es una extensión del vientre materno, como ya se ha afirmado. Por eso, la mujer hace hogar a donde quiera que va. Esta idea, buena de suyo, ha sido captada por el mercado laboral y el mundo corporativo. El reto será, en ese sentido, lograr la igualdad y la conciliación, tan promovida en nuestros días, sabiendo que la madre puede hacer hogar donde quiera, pero recordando que ella misma tiene su propio hogar. Aquí los varones nos hemos de sumar a este nuevo proyecto de vida, rindiendo honores a aquella trilogía revolucionara, Libertad, Igualdad y Fraternidad –aunque en la formulación de Álvaro d’Ors: responsabilidad, justicia, paternidad– mediante el ejercicio de un auténtico protagonismo en la vida doméstica, no simplemente ayudando. Pero recordemos, el hogar –diría Luis Rosales– es la “casa encendida”, y el “fuego del hogar” es la madre, con la presencia del padre que ha de aprender a “alimentar” ese fuego.

¿Cómo saber que el espíritu doméstico ha logrado calar en la vida de nuestros hijos? Cuando ellos deciden libremente hacer su propio hogar, su propia familia. Por eso: el varón dejará a su padre y a su madre y se unirá con su mujer y juntos se convertirán en una sola carne. A esto se puede agregar: juntos formarán un solo hogar, en el que la vida humana, la de esos hijos y la de esos cónyuges, en concreto, esté por encima de todo. ¿Qué pasa en el mundo actual? El hogar familiar no logra transmitir este espíritu. Quizás, por eso se tienen que ingeniar toda clase de arreglos sociales y culturales para hacer más llevadero tanto sufrimiento, tanto abandono, tanta soledad, a fin de ir rescatando lo poco que va quedando de esta raquítica vida familiar.

Las consecuencias del espíritu moderno e individualista son una realidad que por ahora no será fácil superar. Sin embargo, se acerca el momento de revalorar nuestras funciones educativas frente a nuestros hijos. Los padres y las madres de familia han de hacer conciencia de que juntos, en su entorno doméstico, también se puede estar en libertad, en paz y seguridad. Sólo así podremos recuperar la confianza que tanto necesita el mundo actual. En definitiva, hemos de redescubrir la razón de ser de nuestra propia familia, de nuestro propio hogar y de nuestra propia vida. Hubo una época que esta última idea había que recordársela constantemente al padre trabajador, ausente y absorto con su éxito profesional. Ahora, las luces y los afanes de grandeza que trajo consigo el ingreso masivo de la mujer al mercado laboral han hecho que este recordatorio se haga extensivo a la madre trabajadora. Me parece que ahora son ellas las que también han de recordar que ser madre es ser hogar, principalmente en su hogar. 

Rafael Alvira y Rafael Hurtado
Rafael Alvira es Catedrático emérito de la Universidad de Navarra y doctor en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y por la Universidad Lateranense de Roma. Rafael Hurtado Domínguez es profesor investigador titular en la Universidad Panamericana de México.
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