Segunda parte del post "El logos en la sangre". Véase Primera Parte.
Pero ¿qué comunica el logos martirial y qué hace posible? Las cartas desde el gulag, que se han publicado en múltiples lenguas durante las últimas décadas, son cada vez más leídas, seguramente porque encontramos en ellas el tono de una promesa permanente, en plena coherencia con el sentido bíblico de Verdad (‘emet). Una promesa que Florenski quiso dejar abierta mediante dos constantes repetidas a lo largo de sus escritos: el precepto de no olvidar, y “la convicción de que en el mundo nada se pierde” [3]. Esta confianza en la memoria, paradójica si tenemos en cuenta la dificultad posterior para seguir las huellas de Florenski, es el punto de inicio del difícil arte de la vida, confiado en las manos tanto de sus hijos como de sus lectores actuales. Es desde allí, desde el anonimato del gulag y desde la confianza renovada en la memoria, desde donde Florenski aconseja “no sumergirse en la subjetividad, es mejor permanecer a la luz del sol” [4], mantener “la aproximación simbólica, goethiana, a la vida, que consiste en saber ver y apreciar la profundidad de lo que nos rodea, saber encontrar lo trascendente en el aquí y ahora, y no aspirar a buscarlo únicamente en lo que no existe o está lejos”[5] , “luchar contra la avidez y el deseo de crecer forzadamente en contra de las leyes internas del crecimiento” [6], o el evangélico “no esperar que tus esfuerzos te hagan crecer un codo de estatura” [7].
Sin embargo, hay en esas cartas dos elementos especialmente llamativos. El primero es que esa llamada a aprender a crecer exige particularmente saber usar los dones de la cultura. A su hija Olga decía, por ejemplo: “Trata de meditar las palabras de los mejores escritores, de penetrar en el texto, en el significado de sus palabras y en los motivos por los que las cosas se dicen de ese modo y no de otro” [8] . O también: “crece, estudia, desarróllate, aprende a disfrutar de lo mejor que ha dado la humanidad; ese es el objetivo” [9]. “Tener una disposición de ánimo clara y transparente, una percepción integral del mundo y desarrollar una idea desinteresada: vivir así trae consigo poder decir en la vejez que se ha tomado lo mejor de la vida, que se han hecho las más nobles y hermosas cosas del mundo y que la conciencia no se ha manchado” [10]. Invitaciones éstas a alimentarse de la nobleza espiritual de la que el hombre ha sido capaz en la historia, y que de algún modo riman con el grito que Florenski lanzó en su famosa obra La columna y el fundamento de la Verdad: “¡Cree en la Verdad, espera en la Verdad, ama la Verdad!” [11].
Este grito de universalidad, que llega hasta nosotros desde el subsuelo de la historia, responde por lo demás a la estructura metafísica del movimiento de la persona, que Florenski pensó según los términos patrísticos de hipóstasis y ousía. A la fuerza hipostática pertenece un movimiento centrífugo de la persona, de salida, de éxtasis (de lo concreto a lo sobrepersonal); a la fuerza de la ousía corresponde el movimiento centrípeto, de máxima afirmación interior (de lo genérico a lo individual). Ambos se necesitan mutuamente, aun estando fácticamente en desequilibrio. Prescindir de uno de los dos movimientos sería desgajar a la persona. Pero podemos pensar que los tiempos de colectivismo no son otra cosa que el centripetado del individuo hasta la antropofagia (pues el colectivismo se funda en el individualismo, siendo incapaz de equilibrarse en la comunión personal), así que en esos casos históricos, destructivos, la racionalidad que se exige de la persona no es una respuesta en dirección centrípeta, sino centrífuga, o sea, la afirmación de la universalidad que nace de la sacra concreción de la persona. Ser un hombre universal allá donde las fuerzas de la autoafirmación tienden a la total desfiguración, tal es el precepto del existente concreto en tiempos de crisis. Llevado a su límite superior, esta es una vertiente del martirio, la sangre ofrecida como invocación universal.
El segundo elemento llamativo de las cartas de Florenski parece ir en dirección opuesta, o sea, contra las generalidades. Y es que, en el gulag, Florenski se negó a ofrecer algo así como la fórmula última de su pensamiento, un testamento filosófico o una articulación acabada de la que poder decir ‘esta es mi conclusión filosófica sobre el mundo, ahora que me aproximo a la muerte’. Porque desde su juventud, Florenski sostuvo que la verificación del pensamiento se realiza mediante una razón en acción, en acto relacional con una realidad concreta, y no con un retorno de la razón sobre sí misma. Lo mismo hará desde la prisión, amoldándose a las necesidades de los destinatarios de sus cartas, que fueron sus propios familiares. A ellos, más que un compendio de su propia obra, les quiso transmitir las investigaciones concretas que estuvo haciendo hasta el final de su vida [12]. Este hecho concuerda perfectamente con el estilo florenskiano, que siempre se resistió a las teorías definitivas y a las fórmulas en las que intentar recapitular la vida, que supondrían ya en sí mismas la escisión entre la vida y su logos. Pocos años antes había escrito: “Aquí deben predominar la fragmentariedad y el esbozo de grandes líneas. No hay pensamientos definitivos, sólo hay bocetos e intentos de acercamiento. Mi tarea consiste en despertar el pensamiento, no en satisfacerlo” [13]. Y tampoco es casual que La columna, su obra magna de unas mil páginas, fuera escrita en el género literario de la carta, porque la carta, como toda la obra de un autor, no pueden ser otra cosa que la revelación de una relación concreta destinada a un único fin: consolidar la unidad interior entre personas. La carta es el recurso escrito usado por el protomartirio cristiano, precisamente para testimoniar – en palabras de S. Ignacio de Antioquía – “los misterios sonoros que se cumplen en el silencio de Dios” [14].
Lo fundamental, lo ‘necesario’, en la plenitud de la propia obra o en un gulag, no es para Florenski dar con la formula precisa con la que recapitular la vida, sino iniciar a su misterio. Si no, la resistencia en el gulag en nombre de una fórmula vital correría el riesgo de ser un quiero y no puedo de los valores. Invitar al misterio, “despertar el pensamiento”, esto significaría ir continuamente a la génesis misma del pensamiento, que es la génesis de la relación mística con la realidad, “no es tanto un principio nutritivo como esencialmente fermentativo, es decir, capaz de conducir la psique del oyente a un estado de fermento” [15]. El mártir abraza hasta el fondo, incondicionalmente, ese fermento de la realidad, en la medida en que dispone de la máxima aperturidad hacia las provocaciones que la vida está levantando en ese momento. Para él, aceptar el don de la sangre significa llevar al máximo el sentido de lo posible, abrirse al máximo a las embestidas de la realidad, pero también a las novedades de salvación escondidas en la misma realidad. Y para quien acoge el testimonio martirial, aceptar un don de la sangre significa también elevar la diferencia entre lo que es posible, y por tanto recorrible hasta el final, y lo que es imposible, sin salida – aporético para la persona en cuanto imposibilidad de éxodo y de éxtasis, o sea, solipsista, infernal.
La concepción traumática y extática de la realidad, como participación en el nacimiento del mundo y de su transfiguración continua, que en cada momento ha de ser renovada mediante una muerte de sí mismo, este sentido cristiano de la metanoia era para Florenski el inicio del filosofar, pensado como dialéctica simbólica. Si esa dialéctica es la unidad de la persona y su logos, donde el logos se alumbra en el nacimiento nuevo de la persona, entonces esa dialéctica se mueve – como cantar de los cantares infinito, llega a decir Florenski – desde el martirio y hacia el martirio [16].
[3] “Pero hace tiempo que albergo el firme convencimiento de que en el mundo no se pierde nada, ni lo bueno ni lo malo, y que más tarde o más temprano se manifiesta lo que durante algún tiempo, a veces mucho, ha permanecido invisible. Tal vez ese convencimiento no constituya un gran consuelo desde el punto de vista de la vida personal, pero si uno se contempla a sí mismo desde fuera, como un elemento de la vida del mundo, esa convicción de que nada se pierde le permite trabajar con tranquilidad, aunque en un momento dado no obtenga ningún resultado externo directo y evidente. Por eso, a pesar de nuestra separación, sigo manteniendo esa convicción y el sentimiento de que mi trabajo acabará rindiendo frutos para vosotros”, P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, p. 288.
[4] P. Florenski, Ibid, p. 210.
[5] P. Florenski, Ibid, p. 210.
[6] P. Florenski, El arte de educar, Ediciones de la Fundación Altair (2017), p. 140.
[7] P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, p. 144.
[8] P. Florenski, Ibid., p. 141.
[9] P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, EUNSA (2005), pp. 99-100.
[10] P. Florenski, El arte de educar, p. 196.
[11] P. Florenski, La columna y el fundamento de la verdad, Sígueme (2010), p. 93.
[12] “Querida mamá: Me pides que anote mis pensamientos. Pero no tengo tiempo, mamá, y además no vale la pena. Lo que anoto no son pensamientos, sino datos concretos, aquellas informaciones que lleva tiempo reunir y que puedes encontrar una vez, pero no dos. Además, para mí, los hechos dicen más que las teorías, y todos los datos vitales referentes a la biología, la física, la química, la geología, etc., me parecen más significativos que las abstracciones, quizá porque he vivido siempre rodeado de un montón de abstracciones. Me gustaría enseñar a mis hijos lo que sé; en cambio, la idea de desarrollar una actividad propia no me atrae; preferiría quedarme a solas con mis pensamientos. Ni siquiera estoy seguro de que el futuro acepte mi pensamiento porque, cuando el futuro llegue al mismo punto, tendrá su propio lenguaje y su propio método de aproximación”, P. Florenski, Cartas de la prisión y de los campos, pp. 292-293.
[13] Florenskij, P: Filosofia del culto, San Paolo (Milano 2016), pp. 102-103
[14] Ignacio de Antioquía, Carta a los efesios, 19, 1.
[15] P. Florenski, El arte de educar, p. 112-114.
[16] Esta afirmación, obviamente, está lejos de sostener el martirio como imperativo unilateral, algo por lo demás extraño a la concepción cristiana del autor. Para Florenski, el martirio es una categoría fundante del cristianismo, cuya estructura puede repetirse – con derramamiento de sangre o no – en otras dimensiones de la vida, como el monacato o el matrimonio.